El País Martes,
11.01.05
COLUMNA
Hará unos veinte años se generó un gran escándalo en Viena
en torno al proyecto de un monumento a las víctimas de la guerra y el
Holocausto. A unos molestó el hecho de fomentar el recuerdo. A muchos su
emplazamiento, en pleno centro, en el parque triangular que el desescombro dejó
en 1945 entre la Ópera, el Hotel Sacher y el museo-archivo Albertina. No era
un sitio ajeno a las víctimas. Allí se hundió bajo las bombas a finales de la
guerra un refugio antiaéreo. Murieron sepultados cientos de vieneses. Una
modesta placa lo recordaba. Para muchos bastaba. Otra cosa era construir un
monumento para todas las víctimas de tres piezas de mármol, una representando
al monstruo de la guerra, otra a un anciano judío fregando la acera con su
cepillo de dientes -muchos judíos vieneses tuvieron que hacerlo en 1938
obligados por la S.A.- y una gran piedra con los nombres de los campos de
exterminio nazis de toda la geografía europea del terror. Un monumento de
recuerdo al peor pasado reciente en pleno centro turístico de Viena daría, se
decía, una imagen nefasta de una ciudad en la que tantos viven de su imagen
simpática y romántica. El proyecto salió adelante. Hoy el bello y desgarrador
monumento de Alfred Hrdlichka es parte del paisaje urbano del primer distrito
como la Ópera, las casas de Loos, el gótico de San Esteban o la Cripta de los
Capuchinos. Lejos de restar armonía al entorno, la aumenta. Confiere
continuidad estética, simbólica e histórica al centro y honra tanto a las
víctimas como a quienes hicieron resurgir Viena de sus escombros físicos y
morales y le devolvieron la dignidad.
Este invierno han irrumpido en el mercado alemán dos libros
cuya fuerza benefactora es comparable a la ejercida por el monumento de
Hrdlicka. Der Tote im Bunker (El muerto en el búnquer) es la
crónica apasionante y conmovedora que hace el escritor y periodista Martin
Pollack de su investigación sobre la vida de su padre real que siempre le fue
ocultada, incluso por su padrastro cuyo apellido lleva. La reconstrucción de la
vida de su padre, el oficial de las SS y criminal de guerra Gerhard Bast y de
su entorno familiar, cultural y político es una dolorosísima gesta en busca de
piezas para intentar entender, jamás justificar, cómo surgió el monstruo en
aquel hombre, cómo el odio y el mal banal se pudo adueñar de tanta "gente
normal".
Si apasionante es el libro de Pollack y dolorosísimo hubo de
ser escribirlo, Verbesserte Ausgabe (Versión mejorada) del
húngaro Peter Esterhazy es -no exagero- una obra de arte. Su gestación,
genialmente inscrita dentro del relato de pasión que es el libro, es un canto a
la humanidad y a la mirada limpia hacia el pasado, al amor traicionado y a la
compasión hacia la víctima. Un canto al ser humano que camina entre los mundos
del bien y del mal y tantas veces ha de ver como la levísima debilidad
determina en qué lado es juzgado. Esterhazy acababa de terminar Armonía
celestial, la historia de su gran familia de la aristocracia austrohúngara
-mecenas de Haydn, favoritos de emperadores, íntegros, valientes y generosos-.
Pero Esterhazy no presumía de familia ni títulos sino de su padre, de Matyas
Esterhazy, noble represaliado bajo los comunistas que aguantó hasta su muerte
todas las vejaciones y que, también después del sueño libertador de 1956, sacó
adelante a su familia con cuatro hijos. Había concluido Armonía celestial, cuando
se le ocurrió consultar, por curiosidad o vanidad, los archivos de la antigua
policía política (AVO) en busca de su ficha. Horrorizado comprobó que con su
ficha sin interés le entregaban cuatro gruesas carpetas que eran el producto de
más de dos décadas de labor como confidente y delator de su amado padre. Versión
corregida es -asumida como "corrección de Armonía celestial"- un
libro sobrecogedor de un virtuosismo narrativo difícil de superar. Es un
corazón partido por el dolor y la ira que exige explicaciones al padre otrora
adorado. Como el monumento de Hrdlicka, llora por las víctimas y por los
culpables, a los que exige explicación.
Cuando hoy son tantos los que aquí miran al pasado para
reinventar la historia y sacar partido de ella desde su supuesta inocencia,
bondad primigenia y una virginidad democrática nunca habida, las miradas
limpias y valientes como éstas nos pueden sacar "del autoengaño de que la
culpa siempre la tuvo el otro" como dice Esterhazy. Un autoengaño que
esclaviza a hombres y sociedades por igual y sólo perpetúa los odios y
enfrentamientos.
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