El País Martes,
29.08.06
COLUMNA
Lo mejor que ha hecho Günther Grass en este para él muy
desgraciado mes de agosto ha sido pensar y escribir una bella carta a Pawel
Adamowicz, el alcalde de la que fue la ciudad natal del escritor, la hanseática
Danzig, convertida después en gran faro europeo de la dignidad en los años
ochenta, la muy polaca, obrera y naviera Gdansk. Allí nació Grass, allí se
desató, en las vecinas rocas de la Westerplatte el 1 de septiembre de 1939, la
II Guerra Mundial. Allí comenzó en 1980 el final de las trágicas consecuencias
de la misma cuando naufragó el otro régimen, el comunista, que sustituyó a los
nazis en media Europa. En la catarsis pendiente que Grass ha desencadenado con
su memoria torturada, secuestrada y resurrecta, Polonia había de ser
protagonista. Entre tanto ruido justificado, sincero o impostado, de
admiradores defraudados, amigos estupefactos o enemigos triunfantes, Polonia,
ha reaccionado con la grandeza con la que esta nación entiende en momentos
claves el pulso contra ventajistas, oportunistas, impostores y lacayos.
Adamowicz le ha dicho a Grass que Polonia le entiende la
carta. Esa respuesta sí vale una vida: el respeto de Polonia, la que conoce el
dolor y la derrota y por ello la recuperación, el levantamiento, la sublimación
y la gloria. En disparates napoleónicos en Somosierra y en gestas como
Montecasino, en la insurrección de Varsovia como en las huelgas de Gdansk,
generosa con los perdedores, incluso con los propios. De Grass y de la
conmoción que su prodigioso libro despierta en quienes lo han leído,
hablaremos. No caben aquí las mil sensaciones de empatía y enojo, indignación y
gratitud, satisfacción, gozo y rabia, amistad, complicidad y emoción literaria
profunda que este libro, casi habría que decir que como compensación postrera
al engaño, produce.
Volvamos a las dos grandes naciones centroeuropeas a caballo
de las cuales se crió Grass. Se han guerreado y temido tanto como pocas otras.
Los polacos -peor que los rusos- son esos eslavos que desprecia Schiller cuando
dice que los eslavos se limitan a tener alma y los franceses a tener carácter y
que sólo los alemanes gozan de ese privilegio divino de poseer profundidad y
formato, alma y carácter, a un tiempo. Terribles son frases pronunciadas ahora
de nuevo como esa que sugiere que "todos los nacionalistas polacos están
satisfechos porque queda demostrado que es imposible que haya un alemán
bueno".
Son sobrecogedores los paralelismos entre España y Polonia
en los últimos 30 años. Las mejores cabezas de Solidaridad, desde los obreros
como Lech Walesa a los admirados intelectuales Adam Michnik o Bronislaw Geremek
y aquellos grandiosos europeos polacos Mazowiecki y Bartoczewski, siempre
tenían una solución en mano: la transición española, la reconciliación. Lo
hicieron. Pese a sus vecinos. Analistas polacos como Adam Pieczynski o Maciek
Stasinski siempre hablaban de la envidia a las tres P's de los vecinos de
España: Pirineos, portugueses y peces, mejor que rusos y alemanes. La
reconciliación era labor interna pero también externa. Pero con políticos como
los citados y Vaclav Havel y Gyula Horn, y tantos otros en la hora estelar
europea y Helmut Kohl y Mijail Gorbachov, podía soñarse y hacerse. Con infinito
orgullo.
Hoy tienen en Varsovia a los gemelos Kazcynski, Jaroslaw y
Lech. El primero es presidente de la República; el segundo primer ministro.
Ambos son tan poco pulidos como sectarios, inmersos en esa subcultura
provinciana o suburbana angustiada, sin otro idioma que el de sus intrigas,
otra literatura que su propaganda y otra emoción que la del zafio triunfo
ventajista, expertos en la trampa, gozosos en el humillar al adversario y
vengativos a través de las generaciones. El poder no consuela como para aplacar
el mito de la revancha justiciera. Son tan anticomunistas que han provocado
incidentes serios diplomáticos con Alemania, por defender la criminal limpieza
étnica de los comunistas contra los alemanes en 1945. Necesitan enemigos
internos o externos, para hacerse perdonar a diario su impotencia. Llenan los
comederos ideológicos y detrás de ellos no hay ni la más prosaica solución ni
por supuesto noble idea.
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