El País Martes,
09.01.07
COLUMNA
¡Cuántas veces se habrá reído Adam Michnik de los valientes
anticomunistas que surgieron por doquier en Polonia cuando el régimen comunista
era ya historia! ¡Cuántos individuos prudentes, satisfechos, indiferentes o
miedosos, que vivieron sin el menor roce con el régimen comunista durante toda
o parte de sus cuarenta años de existencia en Polonia, descubrieron su odio al
comunismo cuando éste había dejado de existir! A Michnik esto ya no le hace
gracia. Lo que podía haber sido una grotesca y efímera pantomima urdida para
pulir y ennoblecer biografías se ha revelado como un perverso instrumento de
lucha política que, utilizado desde el poder y las alcantarillas del Estado, envenena
el discurso político, crispa el diálogo, rompe el tejido social y amenaza a la
convivencia.
El tristísimo espectáculo del domingo ante la Catedral de
Varsovia, en el que por poco se evitó una batalla campal entre feligreses
partidarios y adversarios de la dimisión recién acaecida del arzobispo
Stanislaw Wielgus, es sólo una prueba más de cómo el pasado, exhortado con mala
fe, puede retornar para abrir heridas viejas y nuevas y reactivar odios. Nada
tiene esto que ver con el conocimiento del pasado, pero sí mucho con la
vocación del nuevo revanchismo polaco, liderado por los gemelos Lech y Jaroslaw
Kaczyinski e institucionalizado en el Instituto de la Memoria Nacional. Lo que
se pretendía en su día fuera un instrumento para historiadores y para ofrecer a
las nuevas generaciones información sobre los dos totalitarismos que torturaron
durante más de 70 años a Polonia, se ha convertido en una gestora del poder
que, con las fichas de la policía política comunista, hace y deshace
reputaciones, filtra u oculta según convenga unos documentos por naturaleza
mentirosos, parciales y manipulados.
Es evidente que Wielgus quedaba irremisiblemente
inhabilitado tras reconocer, dos días antes de su toma de posesión como
arzobispo de Varsovia, una colaboración con los chequistas polacos que había
negado reiteradamente. Su falta está en la mentira, como en otros casos en el
silencio. Nadie que no viviera bajo el régimen puede imaginar las presiones a
las cuales podía ser sometido un joven sacerdote que estudiaba filosofía en
Lublín en los años sesenta. Y nadie sabe por qué unos se doblegaron y otros
tantísimos no lo hicieron ni para salvar sus vidas, como Jerzy Popieluszko. La
Iglesia polaca era el máximo poder anticomunista en todo el Pacto de Varsovia,
tan fuerte que dirigió la lucha triunfal contra el sistema en los años ochenta.
Era objeto preferencial de infiltración. Lo que no logró el régimen es crear en
la Iglesia grupos títere como Pacem in Terris, en Checoslovaquia.
Los dos legendarios cardenales de la resistencia al
comunismo, el polaco Wiszynski y el húngaro Mindszenty, consiguieron mantener
la unidad de su iglesia, pero no evitar su infiltración. Hace un año se supo
que el obispo ya jubilado de Esztergom también había sido confidente. Estos
denunciantes denunciados llevan consigo la tragedia de su debilidad, su culpa y
su vergüenza, como evocaba Peter Esterhazy en su De Caelestis. Quienes
juzgan conductas ajenas bajo el totalitarismo desde la comodidad y la libertad
de la Europa actual son frívolos o rufianes.
Wielgus ha pagado con su tragedia personal el hecho de
mentir. Y ha hecho un gran daño a la Iglesia polaca, que el año pasado redactó
un memorando sobre las conexiones del clero con servicios secretos en el que
decía que "la mera firma de un compromiso de cooperación,
independientemente de motivos o razones, es un pecado". Pero al margen de
este drama, preocupa la larga carta del Gobierno polaco al Vaticano denunciando
al obispo, y no menos el origen de la filtración de la denuncia contra él.
Parece evidente que si los hermanos ultracatólicos Kaczynski son capaces de
dirigir la caza de brujas contra el ya nombrado arzobispo de Varsovia, son
capaces de cualquier cosa para desacreditar a quienes consideran la anti
Polonia, esa mitad de la sociedad polaca que no representan y que se quiere
excluir del sistema, despojada de sus derechos por reales o supuestas
conexiones, simpatía o simplemente falta suficiente de odio hacia el comunismo.
Los Kaczynski tachan a toda la oposición liberal y socialdemócrata de ser herederos
del régimen anterior. La sociedad polaca haría bien en ver el tumulto ante la
catedral como una señal de alarma. Las grietas en los cimientos de la
transición se abren desde las últimas elecciones generales. Polonia no merece
que lo que crearon sus mejores estadistas en un siglo, los Adam Michnik,
Bronislaw Geremek, Tadeusz Mazowiecki o Alexandr Kwasniewski, lo destruyan unos
tan mediocres como los responsables de tragedias pasadas.
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