El País Martes,
27.12.05
COLUMNA
La prensa europea se ha volcado durante estas Navidades en
la exaltación de dos de los genios más ilustres de su historia, ambos con una
aportación definitiva e imperecedera a la civilización universal como son
Wolfgang Amadeus Mozart y Charles Darwin. Desde el editorial de The
Economist a los semanarios Der Spiegel o Le Nouvel
Observateur analizan y celebran la obra del músico austriaco y el
científico británico, dos de los individuos de mayor aportación al concepto que
el ser humano occidental tiene de sí mismo. Resulta muy razonable y sano que de
vez en cuando Europa se celebre a sí misma con algo más que acuerdos
financieros muy necesarios y loables pero siempre poco elegantes, fotografías
de líderes políticos más o menos desahuciados o ceremonias de autoflagelación
ante otras culturas y credos. Estas últimas forman parte de esa permanente y
muy perfeccionada operación de minar los recursos y resistencias del sistema de
valores y equilibrios que ha hecho posible -durante un periodo de tiempo
razonable, en ningún sitio está escrito que sea para siempre- un capitalismo
sin esclavos, un orden social de respeto y permeabilidad entre las clases y una
libertad de pensamiento, acción y opinión que hicieron al ciudadano propietario
irreductible de su razón y derecho.
Esto ha sucedido a pesar de las dificultades de convivencia
de posiciones extremas de quienes creen en un Dios hacedor, incluidos los
ultrarreligiosos que niegan a Darwin y apuestan por la literalidad de la Biblia
y aquellos que creen beneficioso para la sociedad extinguir todo sentimiento
religioso o sentido trascendental en el individuo. La lucha por la libertad en
Occidente siempre ha ido dirigida contra estas fuerzas extremas, aquella que
adquirió y articuló su poder por la Iglesia católica y su Inquisición durante
siglos y la que, bajo nombres distintos como nazismo, fascismo o comunismo,
hizo de la Europa de Mozart y Darwin un campo de exterminio con muy pocos
refugios durante largos periodos del siglo XX.
Si consideramos que el término Occidente aun es denominador
común para Europa y Norteamérica es evidente que la grieta cultural crece.
Cuenta Der Spiegel que mientras en Alemania sólo un 16% cree que Dios
hizo al hombre tal como se describe en la Biblia, en EE UU es un 53% el que no
le cree nada a Darwin. Y si en América sólo el 12% rechaza toda intervención de
un ser divino en la existencia del mundo y la evolución del ser humano, en
Alemania es el 46%. Lo cierto es que en la sociedad americana existe una
actitud de negación a la ciencia, a Darwin, que causaría estragos al país y a
sus intereses, si no conviviera con unas élites cuya visión del mundo es
idéntica a la mayoritaria en Europa y cuyas decisiones se imponen desde la II
Guerra Mundial en la investigación y la política internacional. Esperemos que
siga siendo así.
La paradoja está en que esas élites se pueden apoyar en
convicciones que no comparten para la movilización y la cohesión nacional en
momentos de crisis. Mientras, en Europa se evidencia una falta de referencias y
convicciones que impide a los líderes políticos reaccionar a las amenazas con
medidas que puedan exigir sacrificios porque éstas traen consigo el rechazo
popular y la muerte electoral. Adopta así la sociedad europea una actitud
negacionista casi tan acientífica como el creacionismo. Niega los problemas que
la acosan, sea inmigración, terrorismo o amenazas a la libertad, como el
resurgir imparable de una dictadura rusa, amenazante, corrupta y corruptora. En
Irán han prohibido a Mozart. A Darwin lo quemarían hoy en cualquier suburbio
francés. Está bien que celebremos a ambos. También merece un homenaje un
alemán, su ex canciller Helmut Schmidt, que cumplió el viernes 87 años. Él tuvo
que enfrentarse a la oleada de terrorismo más brutal habida en Europa, "el
otoño alemán de la RAF", a la amenaza de una guerra nuclear no improbable
ante el rearme soviético y la "doble decisión" de la OTAN. Nunca
quiso ser simpático, pero cuando perdió el poder había salvado a la República
de sus peores amenazas desde la caída del nazismo. Un hombre de tiempos
pasados.
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