El País Martes,
28.11.06
COLUMNA
Si en el año 2006 el jefe de un Estado inmenso y poderoso,
miembro reconocido de la comunidad internacional, fundador de la ONU, siempre
más temido que respetado, ha de negar públicamente haber ordenado el
envenenamiento de algún conciudadano suyo, es que es ruso. Tiene viejos hábitos
de juventud y cuando se descuida piensa en divertidas violaciones de mujeres
indefensas como las que atribuía con jovialidad a otro jefe de Estado que las
negaba vehementemente. Si además cree ante todo en la amenaza, desprecia la
debilidad y las ansias de armonía de las democracias y considera que los
adversarios políticos mejoran cuando están presos o muertos, es un viejo chekista,
un gladiador más que ideológico, mecánico en la lógica de la imposición. Se
llama Vladímir Putin.
Nadie duda de que el régimen comunista chino mata con mucha
tranquilidad a sus disidentes internos ni que regímenes como el iraní, el
sudanés, el guineano u otros liquidan si no sistemática si expeditivamente a
quienes consideran un peligro para su seguridad, poder e intereses.
Pero el retorno a la actualidad mediática de la vieja
organización de la sopa de letras que fue primero la célebre CK (checa) del aristócrata
bolchevique polaco, Feliks Dshershinski (escudo y espada del partido) y las
OGPU, NKVD, KGB hasta llegar a la FSB hoy, con sus métodos tradicionales parece
finalmente haber disparado las alarmas hasta de aquellos que querían
desesperadamente olvidarse de la catadura de Putín por el bien del negocio, las
relaciones y el próximo gasoducto. Estaba claro que iba a ser un problema para
las democracias el valorar hasta dónde y cuándo aguantar las malas formas
-brutalidad soviética- del nuevo rico que es el régimen de Putin.
Con Chechenia se miró hacia otro lado durante mucho tiempo.
Gazprom demandaba discreción ante la política de tierra quemada de Putin en el
Cáucaso. Pero como suele suceder, surgió un vínculo que ataba las conciencias
entre aquellos crímenes y estos nuevos tan cercanos y ya no anónimos y resultó
estar formado por una pareja improbable formada por dos nombres que habrán de
grabársenos en la memoria aunque vengan más detrás: Anna Politkósvskaya y
Alexander Litvinenko. Ella debería haber huido hace tiempo a Occidente como
tantos otros. Sabía que en Moscú la habrían de matar. Alexander ya estaba aquí.
Y vinieron a matarlo. No habrá madriguera donde puedan esconderse los enemigos
del pueblo, decían siempre Stalin y sus matarifes. Ahora es cuando los ingleses
se enfadan. Cada vez más según constatan que el Kremlin ni siquiera se ha
esforzado por ocultarse. "If
it's unpolite to get drunk before breakfast it's even greater unpolitness to
kill guests at friends houses". Un anfitrión británico deseoso de
quedar bien con el ruso -véase la Reina de Inglaterra- le puede tolerar la
borrachera antes del desayuno. Pero no que se dedique a matar a otros
invitados.
Asegura Putin que nada tiene que ver con la muerte del
exmiembro del KGB, Alexander Litvinenko envenenado por el elemento radioactivo
polonio 210. Hace 25 años en Sofía un apparatchik llamado Boian
Traikov nos aseguraba que Bulgaria no tenía nada que ver con el intento de
matar a Juan Pablo II. Está ya claro que, con buen criterio el KGB quiso matar
a quién sería decisivo en acabar con la URSS. Pero la cultura de la CK ha
vuelto. Hace días apareció muerto en Sofía Bozhidar Doyzev, jefe del archivo de
los servicios búlgaros, que servían, como la Stasi, a Moscú para trabajos
sucios. En el atentado al Papa anterior y en el envenenamiento del disidente
Georgi Markov con una cápsula que le inyectaron con la punta de un paraguas.
Fue también aquello en Londres.
Pero aunque los vínculos de la muerte de Doyzev con las
amenazas turcas al nuevo Papa y a este envenenamiento en Londres son casuales
lo que es una certeza es que el aviso a todo ruso demócrata y adversario
interior o exterior del régimen de Putin sobre la larga, implacable y efectiva
mano castigadora del chequista contra sus enemigos tiene de nuevo la vigencia
que no tenía desde la más profunda guerra fría.
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