El País Martes,
04.07.06
COLUMNA
Pocos de los que hoy aun saben quien era Franz von Papen,
aquel hombre que habría de pasar los últimos veinte años de su vida
disculpándose por algo que negaba haber hecho, discreparán de que su perdición
le llegó por las malas compañías. Podía haber vivido bien y dignamente como un
destacado mediocre de la clase alta alemana, pero la ambición lo llevó a unirse
al rufianismo político en auge en Alemania, para hacer en común una gran
singladura por la historia de la que se pretendía capitán. Cuando se produjo el
naufragio apenas era ya grumete.
Vidkun Quisling, o Phillipe Petain, fueron vilipendiados y
sus apellidos se convirtieron en sinónimos de colaboracionismo con una
ocupación extranjera. El de Von Papen se convirtió en equivalente de
colaboracionista y cómplice necesario de un régimen criminal interno. Von Papen
simboliza como nadie a quienes en Alemania infravaloraron a los nazis y
creyeron poder utilizarlos para sus fines. Para ello no dudaron en trivializar
y ocultar sus desmanes y difamar a las víctimas de sus nuevos aliados. Cuando
se quisieron dar cuenta de cual era la catadura de aquellos a quienes habían
aupado desde las peleas callejeras de puños y pistolas a los salones de
Gobierno, los nuevos okupas nazis ya no se les ponían al teléfono, y
pronto les habían quitado los palcos en la ópera, las amantes, las colecciones
de arte y las lealtades hasta de los más antiguos mayordomos.
Pero trivialicemos un poco y retornemos a nuestros tiempos
modernos y livianos, sin que nadie caiga en suspicacias de paralelismos tan
profundamente desacreditados. Las malas compañías son una amenaza constante,
sobre todo en la adolescencia, cuando los principios aún están tiernos y apenas
sugeridos por los mayores y el carácter es poco más que un humor. Hace menos de
una década que en Europa rugió la santa indignación por una mala compañía
elegida por el Partido Popular Austriaco (ÖVP), al aliarse al Partido Liberal
(FPÖ) de Jorg Haider, un demagogo ultraderechista. Austria fue objeto de
sanciones con desplantes, como si del Estado del apartheid se
tratara. No había allí mamarrachada alguna, por nimia que fuera, que no
recibiera amplia cobertura en los medios europeos, como prueba del peligro nazi
en Austria y de la buena conciencia de quienes así castigaban al "peligro
pardo".
No perdamos el tiempo en preguntarnos por qué la UE no
sancionó a Italia cuando Berlusconi formó aquel Gobierno de bizarría, con post
y prefascistas de la Padania o el interior. Lamentémonos que la crisis europea
produzca monstruos a diestro y siniestro y que se multiplican las compañías y
los socios que hace poco habrían causado estupor. En Polonia, el Partido Paz y
Justicia de los hermanos Kaczynski no siguió los pasos de una gran coalición
para afrontar una situación extrema, tal como hizo Alemania, con resultados muy
halagüeños por cierto. Por el contrario, se ha aliado con dos partidos
extremistas, Autodefensa y la Liga de las Familias, que son xenófobos,
homófobos y fascistoides. La polarización en el país crece desde entonces día a
día. La coalición gobierna abiertamente contra la mitad liberal de la sociedad
polaca, agita el revanchismo primario y descalifica como comunista a cualquiera
que ose criticarlo. Sus miembros más radicales intentan criminalizar a la
oposición. Esto sucede en Polonia, un país de tamaño similar al nuestro, con
una transición política hecha a imagen y semejanza de la nuestra, y ahora
objeto del cuestionamiento de las fuerzas del Gobierno. Eso sí, no tiene
organizaciones incluidas en la lista de bandas terroristas de la UE que,
orgullosas de su pasado, negocian el futuro político con el partido del
Gobierno. Porque eso sí supondría la consumación del fenómeno que evoca por
lógica a Von Papen.
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