El País Martes,
24.10.06
COLUMNA
Nada épica ni ejemplar la escenificación ofrecida en la
localidad finlandesa de Lahti por los líderes de la Unión Europea cuando se
trata de hablar con alguien que se considera muy hombre, de los de antes, de
sala de banderas de oficiales chequistas, cuando las medallas al mayor seductor
no exigían la voluntariedad de la conquista femenina y aún se nutrían de la
gran orgía de violaciones del Ejército rojo en la Alemania ocupada. Las
fotografías de Lahti son ciertamente embarazosas: una asamblea de gallinas
cluecas sonrientes y algo aturdidas posan en torno a un invitado que no parece
otra cosa que el jefe. Vladímir Putin. En algunas imágenes, el zar de los ojos
de rodaballo echa su gélida mirada al reloj, como quien pierde la paciencia con
una tropa despistada. Le han tratado muchos años como si fuera uno más y él
acude a Finlandia a dejarles claro que ha llegado el momento de demostrarles
que él es otra cosa. El zar es cortés, pero considera que ya le puede rezumar
el desprecio en palabras y gestos.
Atrás han quedado una vez más los tiempos en los que el
Kremlin decía querer aprender a civilizarse con costumbres occidentales.
Después de hundirse la gran casa del crimen que era la Unión Soviética, se
trataba de buscar hábitos democráticos aplicables y un poquito de estado de
derecho, por ejemplo, que generaran cierta sintonía con Occidente. No puede
descartarse que, en una situación internacional distinta, de mayor cohesión de
las democracias y necesidad general de ayuda por parte de Moscú, estos sueños
hubieran podido cuajar en algo más que un sarcasmo. Pero no ha sido así, como
no lo fue antes. Los zares Pedro y Catalina ya se resignaron ante la certeza de
que importar el concepto de ciudadanía era ridículo, caro y peligroso. Putin
jamás pensó en ello. Por Mijaíl Gorbachov y Borís Yeltsin sólo muestra
desprecio ya sea por diferentes razones. Él siempre ha sabido poner orden,
siempre rodeado de sicarios, nunca de socios, independientemente de donde se
hallara en el escalafón. Quienes se han resistido en el interior, desde la
política o el dinero, están marginados, presos, muertos, exiliados o integrados
en su equipo.
Tiene Rusia a sus pies a los países vecinos atemorizados y a
los estados europeos en general con tales ansias de ganarse sus favores que
todos albergan tentaciones de acuerdos, contratos y amistades por separado. La
bilateralidad absoluta entre Moscú y Berlín en su política energética, decidida
por el anterior Gobierno alemán, dirigido por el hoy empleado de Putin, el ex
canciller Gerhard Schröder, creó una fisura en la política europea de
consecuencias incalculables. Desde entonces, el desprecio de Moscú hacía los
países compradores, compañías explotadoras, acuerdos, contratos, licencias de
explotación y seguridad jurídica en general, es manifiesto. Putin ha hecho
saber que hará lo que le dé la gana. Desde luego no firmará un acuerdo general
de energía que le comprometa y se reirá de los europeos cada vez que éstos le
vengan con monsergas sobre los derechos humanos. En la tradición soviética,
cuando le hablen de derechos humanos, él lo hará sobre indios en América, la
mafia siciliana, la alcaldesa de Marbella o las violaciones, presuntas pero
"envidiables", del presidente de Israel.
"Imagínense al imperio Habsburgo dividido en muchas
repúblicas menores y mayores. ¡Qué maravillosa base para una monarquía
universal de Rusia!" Estas palabras del gran historiador checo Frantisek
Palacky en 1848, son la cita con la que abre también el historiador Tony Judt
el capítulo sobre la Guerra Fría de su inmensa Historia de Europa (Postguerra,
Taurus 2006). La monarquía rusa ha vuelto. Como entonces, la división de Europa
es su objetivo y baza principal. Putin ya goza del prestigio que confiere el
éxito. En 1945, con el prestigio de la victoria, Stalin encargó a Eisenstein su
película sobre Iván el Terrible para reivindicar la lucha sin piedad por la
supremacía rusa. Putin homenajea a Stalin a diario con una política que divide
y humilla a los europeos.
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