El País Martes,
06.03.07
COLUMNA
El relativismo moral del izquierdismo europeo pretende hacer
de Castro un estadista decente
Decíamos ayer..., y caemos en esa insufrible pero frecuente
costumbre de tantos de citarse a sí mismos, con o sin pretexto de fray Luis de
León. Decía el 24 de agosto de 1994, hace casi trece años, en un artículo
titulado Los obcecados, que "en España siguen aún algunos
empeñados en defender su último laboratorio social, su terrárium caribeño
para experimentos con seres vivos". Hablaba sobre el doloroso hecho de que
en Cuba, el régimen de Fidel Castro, ese triste Ceausescu de las Antillas, se
había convertido en trágica excepción, pura astracanada, cuando en Europa el
comunismo caía al basurero de la historia bajo la ofensiva de una revolución
democrática. El muro de Berlín era escombros y los
tenebrosos aparatchiks, líderes del Pacto de Varsovia, cuya única
legitimidad era el miedo, eran ya caterva liquidada, unos depuestos y otros
muertos.
Lamentaba entonces que en el seno de las democracias
camparan, sin ninguna vergüenza, los defensores de aquella ideología
totalitaria redentora, la que más víctimas había generado en la historia, aún
más que el totalitarismo único que siempre será el nazismo. Algo no funciona
moralmente en quien ve en Joseph Mengele un monstruo y en Laurenti Beria un
simple amigo de Santiago Carrillo. La experimentación social izquierdista nunca
ha sido tan condenada como la nazi, por lo que siempre se corre el riesgo de
que sea rehabilitada. Como en Cuba. Cuando los comunistas defienden la
experimentación en Cuba, no sólo defienden a Castro; también exoneran a
Mengele. Nunca derrotados en guerra, los comunistas acabaron viendo la caída
del muro de Berlín como un accidente. Eso salvó al régimen de Castro. Y hundió
a Cuba por tres lustros más. Eso y todo ese ejército de colaboracionistas con
las dictaduras comunistas que nunca fueron juzgados por las democracias como
aquellos que se vendieron al nazismo o al fascismo. Son legión desde hace
décadas esos que perseguirían a Pinochet o a Stroessner, sus hijos o nietos,
más allá de la tumba, pero jalean a Castro, un déspota que acumula crímenes
cuyas víctimas multiplican en mucho a las caídas bajo las dos dictaduras
mencionadas. Los antifascistas defensores del último gran fascista de la
América Latina.
Ralph Giordano, escritor, guionista, intelectual judío
alemán, víctima del nazismo, comunista emancipado de su ideología liberticida,
gustaba llamar a los obcecados la "Internacional de los tuertos". Se
refería a quienes viven cómodos en democracias, pero jalean con impudicia
méritos de regímenes comunistas como el de impedir la huida a sus súbditos,
perseguir con pena de muerte a quienes desafían sus órdenes absurdas y, ante
todo, cosechar miseria. Estos "tuertos obcecados" son los defensores
a ultranza de sistemas que no soportarían para sí mismos, pero con los que
colaboran y trafican visados y favores, coches, bonos y boletos, contactos,
puros habanos y souvenirs. Forofos de la libertad parecen resignados
a medrar de la necesidad, la humillación y la falta de libertad de los cubanos
y sus hijas.
Entonces creíamos que la pesadilla acababa también en Cuba.
No. Hay menos resignados y más irredentos. Con dinero venezolano, apoyo en La
Paz, en Caracas, en Buenos Aires, Quito y Madrid, tienen un lema revitalizado:
"El mal es Occidente". El relativismo moral del izquierdismo europeo
actual hace del criminal agonizante Castro un estadista decente; del fanático
muerto Che Guevara, un mito, y de los etarras muy vivos Otegi y De
Juana, "hombres de paz". Si en su día Sajarov era un saboteador, hoy
es el demócrata cubano Carlos Alberto Montaner un "terrorista", y
todos los que no digieren el mencionado relativismo, unos "fascistas con
aguiluchos". No es buen balance.
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