El País Sábado,
10.02.07
COLUMNA
La OTAN puede seguir aparentando cierta normalidad
organizativa y de relaciones entre los Estados miembros. Es la organización
militar internacional que desde hace casi seis décadas ha garantizado la
seguridad de las democracias occidentales ante la amenaza del totalitarismo, ha
expandido la sociedad libre hasta esquinas insospechadas del continente
euroasiático y generado a lo largo de tres generaciones una voluntad de
autodefensa del individuo libre y la democracia que no tiene ni precedente ni
parangón en la historia. Pero desde que se hundió el enemigo, que era el
totalitarismo comunista encarnado en su rival, el Pacto de Varsovia, la OTAN
entró en una crisis de identidad de final incierto. Si las deserciones y
deslealtades en coaliciones esporádicas son terribles para la credibilidad
occidental, las que se producen en la Alianza son letales. En Sevilla, antes
aún en Riga y hoy y mañana en Múnich, las democracias occidentales parecen no
querer entender que en Kosovo, en Afganistán, en Irak, Irán y Corea del Norte,
sus enemigos son los mismos.
En Afganistán, la OTAN está en guerra, aunque muchos
miembros se lo oculten a su opinión pública. En primavera y tras dos años de
crecientes reveses, los ejércitos occidentales han de invertir la suerte de la
guerra o plantearse un escenario similar al de Irak. Requieren tropas y
material que no llega. Que Alemania, Francia, Italia y España intenten ahora
renegar de su compromiso, vuelve a plantearnos si olvidan, dada su fatídica
historia en el siglo XX -rescatados por otros o destrozados entre sí-, que hay
guerras necesarias que se pueden ganar por la libertad común. Solo los
anglosajones parecen recordar que es posible. En Kosovo fue Bill Clinton el que
rompió la parálisis del miedo y fracaso del núcleo europeo. Su sucesor George
W. Bush no puede hacerlo tras la debacle iraquí. En Afganistán el desistimiento
europeo causa entusiasmo, dispara la militancia talibán y el cultivo del opio.
También en otros frentes se fortalecen los enemigos. Como en Kosovo.
El ministro de Defensa ruso, Serguéi Ivanov, se dijo
alarmado en Sevilla y en referencia a la independencia de Kosovo habló de la
"caja de Pandora". La ocasión se brindaba para advertir que si Kosovo
es independiente también lo serán "otros". Hace 15 años, la URSS
agonizante advertía, en patético paralelismo, de que la independencia de los
países bálticos era un paso hacia la desmembración de España. No se intuía entonces
que una insospechada deriva en España y desde la metrópoli iba a alimentar
teoremas territoriales, étnicos y protohistóricos despreciados por todos menos
los nacionalismos más fanáticos.
El plan de la ONU para Kosovo busca solución pacífica viable
al irreversible hecho de que una larga guerra étnica comenzada en 1991 tendrá
su final cuando concluya la disolución del artificio yugoslavo. Tras la
tragedia provocada por Belgrado bajo Slobodan Milosevic, albaneses y serbios
sólo podrán compartir instituciones en una Europa unida. Rusia lo sabe. Pero
quiere buscar algo más. Su instrumento de presión total es la energía. Y
necesita otros elementos que sean políticos. Su apelación a Pandora recuerda
a aquella Unión Soviética que defendía la represión de la disidencia aludiendo
a tribus indias confinadas en reservas durante la conquista del Oeste. A
"libertad para Sajarov" se respondía con "peor le fue a
Cochise". Por confusiones morales y políticas graves que haya en Moscú, en
Vitoria y en Madrid, hay que dejar claro que ni Yugoslavia fue jamás España, ni
Kosovo el País Vasco, ni De Juana Chaos nunca Andrei Sajarov.
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