El País Domingo,
28.05.06
REPORTAJE
La desaparición de la URSS y la división de Yugoslavia han
producido una constelación de nuevos Estados en los últimos 17 años
Los atlas que los niños estudiaban en 1989 son hoy tan
viejos como los de la Paz de Westfalia
Los efectos criminales del nacionalismo no han disuadido a
sus emuladores
El atlas o el mapa de Europa que millones de padres en todo
el mundo compraron el pasado año a sus hijos contiene desde la pasada semana un
error que añadir a los muchos que traerá de imprenta. Allá por encima de la
ciudad albanesa de Shkodra, otrora célebre puerto otomano, y por debajo de la
no menos legendaria ciudad-fortaleza veneciana de Dubrovnik, se asoma al
Adriático, en el Estrecho de Otranto y por el estuario de Kotor, un Estado
renacido a la independencia, Montenegro (Crno Gora), que hace aún más colorido
a la mirada ingenua del escolar un mapa europeo que no deja de cambiar desde
que donde había dos Alemanias de repente sólo quedó una. Hace poco más de tres
lustros de aquello, pero los mapas que estudiaban los niños en 1989 son hoy tan
obsoletos como la cartografía utilizada en el Tratado de Paz de Westfalia o en
el Congreso de Viena.
Si la reunificación alemana emocionó al mundo y
especialmente a una Europa que superaba la división impuesta por la guerra
fría, otros cambios de fronteras y la creación de nuevos Estados fueron
asumidos con sentimientos mucho más encontrados y algunos anegaron la vecindad
en sangre. En junio de 1991, Eslovenia y Croacia, decididas a seguir en la
senda hacia la democracia con todos los países ya ex comunistas centroeuropeos,
proclamaron su independencia de un régimen yugoslavo secuestrado por el
ultranacionalismo hegemonista de Slobodan Milosevic. En Montenegro ahora se
cierra el penúltimo capítulo de la agonía de un Estado inventado en 1918 sobre
la falla cultural europea. Este año, Kosovo recibirá la confirmación, de una
forma u otra, de su independencia.
Estos quince años que concluyen en los Balcanes con la
existencia de siete Estados -no ocho porque la demografía en la Voivodina la
inclina a una resignada existencia en Serbia- donde antes había uno,
Yugoslavia, han estado jalonados de pesadillas y tragedias para todas las sociedades
implicadas. Algunas siguen sumidas en ellas. Otras temen que, de no dar muy
pronto el ansiado salto hacia la modernidad, vuelvan a precipitarse en el
conflicto del odio, de las guerras de paranoias identitarias y ambiciones
territoriales. Las consecuencias devastadoras y criminales de las aventuras
nacionalistas no han tenido efecto disuasorio sobre los caudillos del
redentorismo identitario allá donde ha prendido en Europa esa
"peste", como la califica Václav Havel.
El inolvidable Czeslaw Milosz, poeta y Nobel polaco, hablaba
de Europa como "el gran área este-oeste", algo así como un gran
paisaje en la idea y en la civilización en el que toda frontera tiene algo de
obsceno, de ofensivo. Cuando Stefan Zweig y Joseph Roth hablaban en la primera
mitad del siglo XX de su Europa, que veían perdida ante la brutal ofensiva de
los nacionalismos y totalitarismos en general, ambos cantaban a un mundo
centroeuropeo de espacios abiertos, "la Europa de los horizontes", en
contraste para nada conflictivo con la "Europa de las fronteras", que
era la occidental de los grandes Estados nacionales consagrados una vez
incorporados Alemania e Italia a los de arraigo antiguo, que eran Francia,
España e Inglaterra.
Tras invernar durante medio siglo en la guerra fría, todo
saltó por los aires cuando se hundió la idea redentora del comunismo y con ella
la URSS. Los Estados ocupados tras la Segunda Guerra Mundial por Stalin y su
Ejército Rojo recuperaron su libertad en 1989, cuando Mijaíl Gorbachov se negó
a ahogar en sangre las revueltas democráticas, tal como le pedían algunos.
Checoslovaquia, como Yugoslavia un Estado artificial y absurdo producto del buenismo protestante del presidente Woodrow Wilson después de la
Primera Guerra Mundial, se rompió de forma no ya civilizada sino casi elegante.
Los eslovacos, henchidos de orgullo nacional, exigieron la independencia a
Praga y se encontraron con unos checos que no deseaban otra cosa.
En Versalles, Trianon y Saint Germain en 1919, los aliados
con Wilson y el vengativo Clemenceau a la cabeza habían echado mano de los
mapas y enredado tanto con los colores que acabaron por no entender aquellos
tornasolados frutos de la historia. Más de una vez se adjudicaron islas en el
Egeo a Turquía o Grecia basándose en una demografía que creían haber leído en
un mapa topográfico.
Cuando la URSS se quedó sin satélites, comenzó en su seno la
inmediata rebelión de satélites fagocitados por los bolcheviques. Con Finlandia
no habían podido, pero sí con los tres bálticos, Estonia, Letonia y Lituania.
Nada más implosionar la URSS, estos tres Estados renacidos como independientes
establecieron sus vínculos comerciales y culturales tradicionales con
Escandinavia y Europa central y hoy son miembros de la UE y de la OTAN con muy
buena salud. Se crean fronteras, unas por lógica histórica, otras por oscuras
maniobras, unas defendibles, otras grotescas. Y a un tiempo se generan
mecánicas para que prosiga la globalización y surgen lo que el historiador Karl
Schlögel llama las "sendas del hormigueo", imperceptibles mientras no
alcanzan masa crítica, en las líneas de autobuses que transportan millones de
europeos a través de fronteras, fontaneros polacos a París, gitanos rumanos a
Madrid, transportes de todo a todas partes: del tráfico de mujeres, fuerza
laboral o coches robados igual que comercio legal, trasvase de estudiantes o
intercambio de servicios.
Los Bálticos lograron salir muy bien de su trágico siglo
veinte, los ucranios tienen esperanzas en poder dejar atrás el miedo y la
miseria y los bielorrusos sin embargo siguen como en los peores tiempos. Y en
algún otro Estado recién nacido, como Moldavia, la antigua capital imperial se
encargó de crear otro Estado dentro del recién nacido. La república del
Transdniestr, como caballo de Troya de Moscú, cumple la función de agitar desde
el separatismo independentista, como hace en Georgia, en Azerbayán y allá donde
quiere recomponer hegemonía.
El presidente Putin ha sabido usar sus cartas para que los
cambios de frontera dejaran de perjudicar siempre a los intereses de Rusia. Las
repúblicas de Asia central tienen fronteras propias, pero viven bajo control de
Moscú o de satrapías que convertirían cualquier invasión en consuelo.
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