El País Martes,
17.10.06
COLUMNA
La fundamental diferencia entre la periodista Anna
Politkóvskaya y su colega Elena Tregubova se reduce a que esta última vive de
momento y aun escribe libros como Los mutantes del Kremlin. Cierto
que sobrevive por casualidad, porque la bomba que debía matarla en diciembre
del 2004 no estalló. Y no es común que los asesinos a sueldo en la Rusia actual
fallen. El goteo de muertos es continuo. Uno de los últimos fue el vicegobernador
del Banco Central, Andréi Kozlov, y ayer Anatoli Voronin, gerente de la agencia
de noticias Itar-Tass. Hace tiempo que estos asesinatos se fueron alejando de
la clásica modalidad del atentado mafioso tan fácilmente atribuible a luchas
entre bandas rivales. Cada vez se ven más como limpias operaciones quirúrgicas
de quienes se saben a salvo de represalias y por encima de la ley. Si en
regiones remotas de Rusia y en el Cáucaso, las desapariciones y liquidaciones
tienen dimensiones de los clásicos escuadrones de la muerte, en Moscú todo
ha de ser un poco más europeo. Pero con la lógica siempre del susto final
cuando las advertencias previas y las amenazas de muerte civil o física no han
surtido efecto.
Facilita mucho la práctica la convicción ya definitivamente
impuesta en la nueva Rusia del zar Vladímir Putin de que aquellos que denuncien
abusos del poder, luchen contra su abismal superioridad y desafíen así al más
elemental sentido común, han de ser unos excéntricos o unos locos perfectamente
marginados. Como las histéricas Politkóvskaya y Tregubova. El país va
bien y quien no lo ve se desacredita.
La sociedad ha aceptado otra vez el pragmatismo de la
sumisión a un Estado de poderes absolutos incuestionables. Vive otra vez con
alma de mushik, lacayo o del funcionario privilegiado que en su nuevo
tipo goza las migajas del inmenso pastel de la opulencia del gigante
energético. La armonía soviética ha sido plenamente restaurada. Con la firmeza
añadida, con la que en ocasiones la URSS no contó. Estos locos que piden
dignidad y respeto para las víctimas y una rebelión contra el miedo, ya no son
encerrados en clínicas psiquiátricas como en la época de Sajarov, Solzhenitsin
y Sharanski. Son ignorados por todos mientras no crucen una invisible raya roja
que no se dibuja en tabernas sino en salones. Y sus testimonios y denuncias
sobre el desprecio y el abuso de los gobernantes se reciben con tanto desprecio
como complaciente acuso de recibo en embajadas -ávidas de contratos y cariños
de un Kremlin opulento-, empresas extranjeras -en lucha por lograr alguna
licitación- y ONG, dedicadas solo a intentar sobrevivir en Rusia para que fuera
de allí paguen la nómina a sus empleados.
Nadie exige ni espera ya un trato digno a una población en
la que pocos se atreven ya a exigirlo. Por muchas lágrimas de cocodrilo que
caigan por Politkóvskaya, tenía toda la razón Putin cuando decía hace unos días
que "la influencia que tenía [la víctima] era irrelevante". Rusia es
ya una inmensa corporación que controlan los chequistas -ahora ejecutivos pero
firmes en su lema de que un chequista jamás se jubila- y los pistoleros que se
avinieron a sus condiciones. Sin ansias de dignidad, honrar a las víctimas es
gratuito y peligroso por lo que el consenso ha llegado de la mano del miedoso
sentido común. Renta más el aplauso al ganador poderoso, sonriente y rodeado de
cómplices en el éxito.
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