El País Martes,
12.09.06
COLUMNA
Poco edificante para el respeto hacia el sistema democrático
efectivo, honesto y funcional -llamémoslo occidental o, sin ir más lejos,
británico- resulta asistir a actuaciones políticas como la del muy honorable
canciller del Tesoro de su Majestad británica, Gordon Brown. Es posible que
para muchos, Tony Blair, ese aliado superviviente del presidente norteamericano
George W. Bush, aún primer ministro, merezca muchos desprecios y maldiciones
por no haber sido en ningún momento un presidente Chirac aislado por la niebla
o no haber dimitido y haberse ido con Gerhard Schröder a bombear y cobrar
petróleo de Vladímir Putin. Pero las miserias políticas de Londres de estos
días, en tan mal aniversario, pueden quizá revolver los estómagos de militantes
laboristas y desde luego de los electores más de lo esperado. No como para
generar simpatía hacia Blair, quizá. Pero sí para enterrar las existentes hacia
Brown. Quizá entonces se genere un mínimo equilibrio no ya de justicia sino de
raciocinio. Pierdan ambos o todos, si hay cambio de guardia en Downing Street.
Triste en todo caso que gane el afán de los que huyen siempre hacia el calor.
La supuesta mano derecha del primer ministro Tony
Blair -con diestras así nos sobra el "Brutus" del pobre César- parece
haber hecho cursos de dignidad política en España. Está por tanto convencido de
que acuchillar al agonizante le da prestigio y predicamento y que ladrar en la
dirección del viento es escuchar los susurros de la historia. Resulta que los
chicos dimisionarios indignados por la trayectoria del primer ministro de las
Azores van a merendar a casa de Brown a regalarle juguetes al nieto del gran
hombre a punto de quedar en nada.
Sería esto una triste y vulgar trapisonda política si no
diera la maldita casualidad de que su intensidad coincide con el quinto
aniversario del 11 de septiembre, ayer, y una escalada brutal de los combates y
las bajas en combate de la guerra en Afganistán. Lo terrible es que allí todos
estos muertos están de más como los que habrán de venir porque se había ganado
la guerra. Con algo de coraje y dinero, lo segundo más barato, podría haberse
afianzado la paz. Pero ¡ay! Caros son la mezquindad y el miedo. Hoy ya estamos
en una guerra abierta en Afganistán y con un enemigo que por primera vez cree
poder ganarnos y tan crecido como aquellos grupos menos compactos que en Irak
por ejemplo se han beneficiado ven de toda fisura de un frente occidental. Nos
lo quieren ocultar incluso en Reino Unido, donde todavía hay memoria de que hay
momentos en los que para merecer una vida digna de ser vivida se hace
inevitable la pura guerra y pagarla en lo que cuesta. Los precios sólo suben.
Aquí aún no se entiende que se pueden ganar guerras desde la razón y la
decencia.
Los afganos han tenido tiempo de reflexionar sobre las
conclusiones a extraer de las cuitas de Blair y de Bush. Ellos dos pueden ser
responsables de muchos errores de lo acontecido en los últimos cinco años. Pero
nadie dé la vuelta a la historia y los culpe de lo sucedido hace un lustro. El
modesto productor de adormidera -digamos tres cuartos de hectárea- de excelente
esencia de opio en el norte de Afganistán habría sido convencido con algo de
dinero y de coacción armada, a no añorar explotaciones mixtas con los
talibanes. Cada vez son más numerosas y lógicas las mutaciones de lealtades y
el pánico que se apodera de unos afganos leales al presidente Karzai que -como
tantos iraquíes- sólo están esperando el momento en el que se les traicione y
se les deje en manos de quienes con el fanatismo de la religión, la brutalidad
del vencedor se abalance contra nuestros aliados. Salvar la situación hoy es
más caro porque es más tarde. La OTAN está en guerra, no en misión de paz, en
Afganistán. Está sumida en una guerra que puede ser la primera que libre
abiertamente y pierda cuando la tenía prácticamente ganada. A las guerras sólo
se puede ir con voluntad de ganarlas. Y peor que la indecisión en el frente es
la deslealtad en la retaguardia. Puede adquirir mil formas.
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