El País Martes,
08.11.05
COLUMNA
Se habría anunciado como "un choque desigual" este
que ya está en marcha entre masas de jóvenes aburridos y sin miedo y unas
clases políticas paralizadas por el pánico. En un lado están esos jóvenes
magrebíes llenos de ira gratuita que sólo sonríen cuando la policía logra
detenerlos y esposarlos y siempre que haya una cámara delante para documentar
su desprecio al Estado. Enfrente están un presidente Jacques Chirac que ya debiera
dar lástima hasta al más despiadado de sus enemigos, y un Gobierno en el que,
al principio, algunos casi se ponen a aplaudir los disturbios como bienvenido
instrumento de lucha en el Gabinete.
Pero ¡ay!, ya no se ríe nadie y aunque tanto en Francia como
en el resto de Europa, y por supuesto aquí en España, hay suficiente sencillez
de espíritu como para que algunos hayan identificado ya al gran culpable en
Nicolas Sarkozy, parece ganar terreno la tesis de que los culpables están en
muchos puntos, tanto en el espacio como en el tiempo.
Y, sin embargo, se cae una y otra vez en el mismo error
conceptual que ha llevado a las sociedades europeas a ser rehenes de los
humores, las pasiones y las consignas de comunidades minoritarias, nacidas o no
en su seno. Cuando en la mayor parte de las grandes ciudades francesas nadie
está a salvo de los nuevos vándalos, el primer ministro, Dominique de Villepin,
anunciaba ayer como remedio milagroso "medidas para la igualdad de
oportunidades en los barrios deprimidos". Cuando en los barrios
deprimidos, los propietarios de automóvil, comercio o vivienda ansían
desesperadamente orden y temen despertar desposeídos de todo lo que tienen, al
responsable de la seguridad de su vida y hacienda le da por su lado poeta. Y
después se sorprenden por el auge del racismo en los barrios obreros. ¿Cuánto
hay que quemar?
Ante esta lógica perversa tan asumida por el poder ante las
bandas que aterrorizan Francia como ante los huelguistas autopatronos en
España, por cierto, el descrédito del Estado y de su ya olvidado monopolio de
la violencia es tal que lo extraño es que aún no compitan otros grupos con los
ya activos. Porque este problema será realmente grave cuando la ciudadanía
hasta ahora pasiva llegue a la misma conclusión que los violentos (que se ha
producido la abdicación del Estado) y organice sus somatenes y represalias.
Entonces la pesadilla estará en marcha y Villepin se quedará solo con sus
poemas sobre el multiculturalismo de fogata de campamento. Las piras serán
otras y no las harán sólo unos.
En 10 días, el incendio social iniciado en un suburbio de
París se ha extendido a toda Francia y aunque, increíblemente, no haya causado
más que un muerto, los daños económicos, políticos y morales son ya
incalculables. Nos ha llegado algo antes de lo que pensaban los más pesimistas,
pero no de otra forma que la augurada hace tiempo ya por nuestro premio
Príncipe de Asturias Giovanni Sartori, y no sólo por él. Los mitos del
inmigrante bueno por naturaleza o del nacionalista progresista oprimido, y de
la felonía que supondría la aspiración de parte de la sociedad a vivir con los
valores, las formas y la tradición de sus mayores, han quebrado la relación de
los gobernantes con los ciudadanos más comprometidos con el Estado y más
ignorados por él.
El desprecio de las minorías hacia ese Estado que las prima
se ha convertido en la principal amenaza para la libertad y la seguridad de los
ciudadanos europeos y de su sociedad abierta. Que este fenómeno haya entrado en
una fase de máxima expresión -con la violencia ocasional, la amenaza
sistemática- se debe en parte a esta trágica concatenación de constelaciones
políticas nefastas que se ha producido en toda Europa desde hace casi un lustro
-el grotesco dilema francés entre Le Pen y Chirac fue quizás el principio-. Con
recorrer mentalmente las capitales europeas se hace evidente que el proyecto
europeo está en fase preagónica. Pero también que sólo la fatalidad podía hacer
coincidir tamaños retos con semejante insolvencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario