El País Martes,
03.01.06
LA GUERRA DEL GAS
El magnífico concierto de Año Nuevo dirigido por el letón
Maniss Jansson en el Musikverein, en presencia de Angela Merkel y su anfitrión
Wolfgang Schüssel, abrió el domingo la presidencia semestral austriaca de la
UE. Si Merkel acudió a Viena para dar un claro apoyo a una presidencia
concertada, Mozart, invitado en la fiesta de la familia Strauss, anunciaba
omnipresencia durante su 250 cumpleaños. Pero se cumple otro aniversario que no
debiera quedar eclipsado por el del genio de Salzburgo. Hace 150 años nacía
Sigmund Freud, otro vienés de adopción aunque mucho más polémico. Parece
oportuno que la presidencia de la UE recaiga en la ciudad natal del
psicoanálisis. Sus líderes tendrán ocasión en este semestre de pasarse por la
Berggasse 19, la consulta del Dr. Freud, y reflexionar sobre los sistemas de
represión de la realidad y los fantasmas que produce.
Una realidad que muchos pensaron poder olvidar está en los
efectos de la nueva dictadura en Rusia, cada vez más implacable con la
disidencia y más agresiva hacia sus vecinos. El problema surge ya con la
llegada al poder de Vladímir Putin. Pero sólo parece preocupar a los vecinos de
Rusia. Los demás pretenden que Putin es uno más entre los honorables jefes de
Estado, en un autoengaño que resulta incomprensible, salvo en Gerhard Schröder.
Éste ha hecho historia al pasar en días de líder de una gran democracia a
asalariado de un déspota. La deriva rusa hacia el sovietismo con zar tenía
que acabar siendo una amenaza para la seguridad e intereses europeos.
El domingo, esta evidencia alcanzó nueva calidad cuando los
paneles de controles del flujo de gas procedente de Rusia en Austria y Hungría
dieron la alarma. Rusia había cumplido su amenaza de cortar el suministro de
gas a Ucrania. En un golpe de mano, el Kremlin había anunciado que ese día
dejaría de suministrar gas a Kiev si no pagaba el precio de mercado, cinco
veces el vigente, acordado con el régimen corrupto del anterior presidente
Leonid Kuchma, el aliado de Putin. El fracaso del fraude en las presidenciales
ucranianas fue el mayor revés en la irresistible ascensión de Putin. El triunfo
de la revolución naranja y la esperanza de una democracia real en
Ucrania demostrarían a los rusos que los sueños habidos bajo Gorbachov y
Yeltsin no eran una peligrosa occidentalización contraria a las esencias rusas.
Cuando Putin quiso estafar a los ucranianos se produjo un pulso serio entre
Rusia y la UE. En un alarde insólito de agilidad y firmeza -y un papel decisivo
de Solana-, la UE se enfrentó al Kremlin y triunfó. Ahora éste quiere dinamitar
la alianza entre Kiev y Bruselas y desestabilizar Ucrania. La retórica es
virulenta. Acusa a Kiev de robar el gas que envía a Europa, ha cerrado su
frontera a la carne ucraniana y baraja más represalias. Nadie pretende que
Rusia mantenga a Kiev privilegios como los de Bielorrusia, la peor dictadura en
suelo europeo. Kiev ofrece una política de adaptación de precios en tres años.
Habrá que negociar. Pero la UE ha de ser consciente del momento y saber qué
proyecto apoya. "Hace tiempo que la globalización ha dejado de ser una
empresa exportadora de democracia y es un eufemismo para la nueva fórmula de
éxito de divorcio de democracia y capitalismo", señala el filósofo alemán
Peter Sloterdijk en el semanario vienés Profil. El régimen ruso ha apostado ya
por concurrir con formas asiáticas y no europeas a la carrera de la
globalización. Europa no puede evitarlo pero sí debe actuar en consecuencia.
Ante esta "marcha triunfal del capitalismo autoritario", Occidente no
puede perder aliados ni en Ucrania ni en Turquía e impedir que las amenazas
quiebren voluntades. Poco si no salvará Europa de sus conceptos de la libertad
y la dignidad del individuo. Viena ha de hacer frente al zar.
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