El País Martes,
01.08.06
COLUMNA
Aún no hay rastro del helicóptero que se supone posado en
las profundidades marinas del estrecho de Otranto. Pero todos los que le
conocieron, amigos y enemigos, saben ya de la redoblada tragedia que ha costado
la vida a Gramoz Pashko, el que fuera viceprimer ministro albanés, a su hijo
Ruben y a la tripulación que lo llevaba a un hospital en Italia después de caer
en coma a causa de una caída mientras se bañaba en las rocas de la costa
albanesa, cerca del estuario de Vlora. Desapareció en una turbulenta noche
sobre el Adriático. Como habría dicho él entre carcajadas, tuvo que caerse dos
veces al mar para matarse del todo este brillante personaje con sólida fama de
ser uno de los seres más optimistas que han poblado los Balcanes. Era Pashko
uno de esos individuos improbables a los que el estalinismo más oscuro e
infecto de Enver Hoxha no logró mutilar intelectual y anímicamente. Miembro de
la minoría cristiana ortodoxa, fue de los primeros que alzó la voz en favor de
seguir el camino de las revoluciones democráticas habidas en Europa Central y
fundó con el ex presidente y actual primer ministro, Sali Berisha, el Partido
Democrático. Acabaron siendo grandes y solemnes enemigos. Tanto que seguro que
Berisha le echará de menos.
Pero su principal virtud, más allá de su inteligencia y
conversación virtuosista, era ese optimismo que le hacía ver oportunidades en
situaciones en las que otros estaban tentados de cortarse las venas. En las
peores situaciones de miseria, violencia y caos de los años noventa en Albania,
cuando muchos creían que aquélla era una sociedad de esclavos -no liberados
sino descontrolados y enajenados por falta de dueño- y abocada a convertirse en
un pozo negro en Europa, Pashko explicaba brillantemente los mecanismos que,
según él, encauzarían a sus compatriotas hacia conductas homologables a las de
los países bienaventurados que jamás conocieron un infierno remotamente
comparable al del pasado albanés. Hablaba del optimismo obligado al ser única
alternativa al horror. Pashko tuvo razón. Albania salió de aquel pozo.
En estos últimos días, el optimismo de Pashko -lo recordaba
también su gran amigo el gran conocedor de la Europa Oriental, balcanólogo,
periodista y escritor Misha Glenny- nos habría venido bien a todos los que lo
disfrutamos en el pasado. Porque el estado anímico en los foros políticos
internacionales se halla en las cotas albanesas depresivas de los peores
momentos. Angustia y alarma crecen sin cesar. El grito de espanto es
generalizado. Con toda razón. La estrategia del silencio y la ocultación de la
violencia y el desafuero son una ofensa a las víctimas y propios de regímenes
como el vivido por Pashko, los existentes en Irán y Siria o el que se ha ido
formando en el sur de Líbano en estos años ante la impotencia de Beirut. El
grito de espanto ante los niños muertos de Qana nos debe hacer reaccionar a
todos. Por intolerables. Y por evitables antes de esta guerra que comenzó
porque los enemigos de las libertades y la sociedad abierta se sienten fuertes.
La tragedia se ha instalado exactamente según los planes de quienes dedican
vida y muerte a verter sangre, "los nuevos nihilistas", dice André
Glucksmann.
En Irak, entre suníes y chiíes, en Líbano en Hezbolá, en
Gaza y ya en gran medida en Cisjordania en todo su cuerpo social enloquecido
por la miseria, la humillación y el culto a la muerte. Cabezas más frías -o no-
en Damasco o Teherán, ven con satisfacción cómo Israel gana enemigos al mismo
ritmo que EE UU pierde aliados. Crece el estado de ánimo que clama venganza a
corta distancia, y la convicción de que Israel mata a propósito a civiles. Si
no logra adivinar un imposible beneficio lo atribuye al instinto. Alegrará a
muchos el hecho de que Israel va perdiendo esta guerra. Pero los que se alegran
y viven en libertad tendrán suerte por el hecho de que Israel no puede perder
sin perderse a sí mismo. Y habrá una paz impuesta a quienes creen poder medrar
en guerra. Porque, como decía Pashko, la alternativa es el horror.
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