viernes, 7 de septiembre de 2018

REFLEXIONES DE MANN Y ADORNO

Por HERMANN TERTSCH
El País  Martes, 06.12.05

COLUMNA

En una bellísima carta, Theodor W. Adorno, a sus 42 años recién cumplidos, felicitaba a Thomas Mann por su 70 cumpleaños -3 de junio de 1945, no hacía un mes que había concluido la Segunda Guerra Mundial y ambos continúan en su exilio californiano, Los Ángeles y Pacific Palisades-. En ella, el joven filósofo le rogaba encarecidamente al gran padre de la literatura alemana que no se dejara arrebatar la alegría creadora "por la abominable situación del mundo". Desde hacía meses, las imágenes tomadas por los vencedores de la guerra en los campos de exterminio nazi generaban un horror estupefacto que aún tardaría en cristalizar en reflexión filosófica, metafísica, del propio Adorno, de Ahrendt y otros. El espanto era tal que la cordura sólo estaba a salvo de espaldas al mundo.
Un lustro después, el 3 de junio de 1950, Adorno escribe a Mann para felicitarle, pero con el mensaje opuesto. Desde Francfort junto al Meno, le pide al viejo escritor, que se ha instalado cerca pero fuera de Alemania, en el Gran Hotel Dolder de Zúrich, que revise su decisión de no pisar tierra germana. Adorno le dice que ha de romper el maleficio en la relación de Thomas Mann con su patria desde el comienzo del exilio cuando se dirigió a los alemanes para pedir, inútilmente, dignidad, piedad, cordura y valentía. "Lo principal, junto a la salud, es que sufra lo menos posible con el trauma alemán". Adorno pensaba que el reencuentro con la realidad sería bueno también para Alemania. No es convincente. Según explica, un fenómeno le preocupa "más que el nacionalismo, el neofascismo y el antisemitismo". Lo define como la regresión -"es la falta de articulación de la convicción política, la disposición a encuadrarse en todo asumiendo cualquier situación resultante". Lo califica Adorno como una infantilización en la que valores culturales y principios que eran pilares de la sociedad son juguetes indistintos. Mann le responde: "Ni 10 caballos me arrastrarían a Alemania".
Resulta chocante que el diagnóstico que hace Adorno de la actitud política de una sociedad que acaba de sufrir millones de muertos, sobrevive entre ratas y excrementos en ciudades convertidas en laberintos de escombros y es responsable del mayor crimen habido en la historia, se parezca tanto al que se puede hacer de las sociedades más ricas de la Europa actual que nunca vivieron la guerra, con un bienestar insultante comparado con el resto del mundo y tantos bienes materiales e inmateriales que defender. Algo se ha hecho muy mal para que 60 años de paz, libertad y prosperidad material sin pausa no hayan supuesto un incremento en la autoestima y el apego consciente del europeo a su patrimonio -aquí inmaterial sobre todo- luego a su disposición a defenderlo.
Con el siglo XX han muerto los últimos testigos adultos en la última guerra, los depositarios del legado histórico que suponía la consciencia de que la gran guerra civil europea de 1914 a 1945 no había acabado con el mundo por la misma casualidad que no había hecho del ser humano un nuevo hombre de las cavernas como pronosticaba Spengler, agorero al que Adorno detestaba, pero que casi atina. El arraigo milenario de unas ideas de compromiso y piedad hizo que surgieran de las cenizas de Europa -tras el horror inimaginable- unos grandes hombres comprometidos con la idea de la trascendencia del individuo, que fueron los artífices de la política de esfuerzo y solidaridad en Europa y de defensa con nuestros socios allende el Atlántico. Mann y Adorno gozaban las bondades de los lazos de ese mar.
"La regresión es la falta de articulación de la convicción política, la disposición a encuadrarse en todo asumiendo cualquier situación resultante". Así denominaba Adorno el célebre "como sea". Es la regresión que nos lleva a aplaudir a Putin según convierte Rusia en una nueva cárcel, a besar a los miserables de los petrojeques, a armar al petrocaudillo de Caracas, a considerar a un rufián como Castro un igual, a convertirnos en primos cuando no hermanos de un sátrapa vecino, a pedir perdón a quienes nos queman el coche y a suplicar alianzas con quienes han matado a nuestros hijos. Algo ha fallado cuando la excelencia huye de la política. Hoy ni Mann ni Adorno sabrían explicarlo.

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