El País Martes,
03.10.06
COLUMNA
Aunque gracias a una ya célebre clase magistral del Papa
Benedicto XVI ante el claustro de la Universidad de Ratisbona haya sido Manuel
II, el miembro muy remoto en el tiempo de la milenaria familia Paleologos -o
Paleologue en su versión moderna y fundamentalmente francesa- que ha retornado
a la fama, las noticias que nos llegan últimamente de casi todas las regiones
de Europa deberían hacernos evocar más a un descendiente suyo, mucho más
próximo a nosotros y si no tan poderoso si muy célebre y desde luego perspicaz,
que fue Monsieur Maurice Paleologue, último embajador de Francia ante la corte
de Nicolas II en San Peterburgo. Llegó don Mauricio a Rusia antes del ultimátum
de Austria-Hungría a Serbia y la abandonó en plena revolución le habrían
resultado tan familiares.
No estamos -salvo improbable alianza triunfal muy chusca
entre Lukashenko, Madrazo y Llamazares- ante una nueva revolución de octubre ni
tendremos una Gran Guerra como la que se fraguaba en aquel verano de 1914 en
que llega este lucidísimo diplomático a la corte Romanov. Pero sí se perciben
síntomas de disolución de grandes proyectos de equilibrio, una diversificación
general de voluntades y una continua acumulación de síntomas de conflicto en
todo el continente como los que Maurice Paleologue describe magistralmente en
las memorias de su paso por la corte imperial rusa. Tiempos de zozobra con el
oeste siempre indefinido frente a la brutal definición oriental.
En el oeste del continente nos encontramos unas democracias
en las que la prosperidad y la seguridad alcanzada y base de su paz social y
estabilidad política desde la II Guerra Mundial generan por sí mismas las
mayores amenazas para su mantenimiento. Generan en su seno un caudal cada vez
mayor de desafección mientras atraen a un flujo interminable de fuerzas
externas que muy legítimamente buscan gozar de los beneficios que ofrece pero
en gran parte ignoran cuando no desprecian o combaten las bases mismas del
contrato social en el que se basa el funcionamiento de la sociedad libre y
próspera. Cuando el éxito de la construcción europea exigía el salto hacia la
irreversibilidad de la unidad en el continente, retornan miedos pasados, surgen
otros y paradójicamente se extiende una indolencia que ignora los problemas y
parece pretender darlos en herencia a generaciones futuras.
En el este del continente se fraguan mientras conflictos
mucho más puntuales. Allí surgió la tragedia entonces, porque nadie sabe si se
habrían dado Verdun o Somme si no hubiera habido magnicidio en Sarajevo ni
ultimátum de Viena a Belgrado, ni alianza de Rusia con Serbia. En todo caso,
con toda Europa occidental ahora metida en varias intervenciones militares,
unas más lejanas que otras, y el tradicional gran aliado norteamericano
paralizado por sus deberes y errores en otros tantos escenarios bélicos, se
perfilan nuevos altercados en el este del continente.
Serbia no irá a la guerra aunque reclame de nuevo Kosovo. De
momento. Pero más seria puede ser pronto la escalada de la tensión entre Rusia
y Georgia ante el apetito insaciable de hegemonía del Kremlin de Vladimir Putin
en el Cáucaso y la deriva nacionalista georgiana tan alimentada por los
oleoductos y gasoductos como a sus mitos y leyendas. Con el ingreso de Rumanía
y Bulgaria, la UE ya tiene costa en el Mar negro y dos miembros que aumentarán
la inestabilidad interna, la percepción de inseguridad y mayor malestar. En
muchos países crujen ya las traviesas del Estado de derecho, con el descalabro
de las opciones políticas democráticas y retornos aventureros al experimento
social. Mientras los estados paralelos de la delincuencia, las bandas armadas y
los guetos étnicos y religiosos surgen en este y oeste, se organizan y arman. Maurice
Paleologue nos habría observado con tanto interés nuestra apertura europea del
siglo XXI como si del suyo propio se tratara.
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