sábado, 15 de septiembre de 2018

DE WEIMAR A KUNTSEVO

Por HERMANN TERTSCH
El País  Martes, 31.10.06

COLUMNA

Una maravillosa edición de las Conversaciones con Goethe, de Johann Peter Eckermann (Brockhaus, Leipzig, 1925), reproduce con cariño unos manuscritos de las más iracundas frases del hombre que allí, en Weimar, ya se sabía a salvo del juicio humano, dudaba mucho del divino y sólo se exponía al propio, tan lúcido como implacable. Goethe en Weimar dictaba. Mandaba tanto como Stalin en su dacha favorita de Kuntsevo, descrita como nunca en el mejor libro sobre el gossip canalla -gran cotilleo con mayúsculas- del mundo estalinista jamás escrito que es el Stalin, de Simon Sebag Montefiore (Vintage, Random House, New York).
Sin embargo, convendrán ustedes en que la ira del poeta alemán nada tiene que ver con los resentimientos del seminarista asesino georgiano. Como nada tiene que ver la indignación de las víctimas del terrorismo en España o los gritos ya quebrados de Anna Politkóvskaya con las irritaciones poéticas del etarra Ignacio de Juana Chaos y la incomprensión del presidente del Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, ante la incapacidad de muchos españoles de ver en ese De Juana Chaos y su interlocutor en la calle, Otegui, hombres de bien, de paz y libertad. Por lo mismo que las víctimas de aquel fanático asesino que fue el Che Guevara y del dictador y sátrapa agónico Fidel Castro jamás entenderán que el presidente de un Gobierno democrático e inicialmente civilizado, miembro de la UE y de la OTAN se identifique en plan coqueto con asesinos como De Juana, Guevara, Castro o el caníbal de Rothemburgo.
Los peores irresponsables del populismo derechista, izquierdista, historicista o revanchista en general pegan hoy minas en la línea de flotación del buque de éxito que ha sido la Europa democrática de posguerra. Lo hacen con la osadía del tontiloquismo. El esfuerzo de paz y contención sin experimentos juveniles con la sobriedad y la profundidad de quienes saben lo que es una guerra y no la literaturizan se extendió desde su núcleo inicial franco-alemán hasta los Urales, a los límites de la civilización que conoce por Grecia y Roma que el individuo, el ser humano, es más, mayor y mejor que todo proyecto, experimento o invención que el mismo pueda gestar.
Goethe regañaba a veces a Friedrich Schiller -incluso post mortem- y pontificaba mucho al que lo visitaba con devoción. Al viejo Goethe, que ya había paseado por el infierno, seguía incendiándole el alma la indignidad. A Stalin, por el contrario, le enloquecían quienes osados resistían por dignidad y fe. Goethe cortejaba a toda señora limpia que pisara su casa y la adoraba. Stalin entonaba con sus meretrices sovietiquillas georgianas canciones rurales sobre la penetración violenta en la ebriedad. Como Putin, pero en voz alta. Y disfrutaba al conocer detalles de la depravación de sus camaradas Odzakenikidze, Beria, Yagoda, Yezov y los demás. Cierto es que ante crímenes como los habidos en aquellos increíbles años de pesadilla de William Shirer entre 1930 y 1940 -y antes y después- las miserias actuales se antojan una broma. Pero cuidado, porque también entonces denunciaban y desacreditaban -ejecutaban civilmente- a quienes se perfilaban como catastrofistas.
Allí tuvo muchos años después su habitación favorita con balcón a la plaza principal, aquel pequeño clochard austríaco llamado Adolfo Hitler, que despreciaba los idiomas extranjeros y todos los problemas ajenos que no conociera por cuentos de cocina de los abuelos, del realismo mágico que eran las novelas de Karl May y los intereses inmediatos de aquel mundillo diminuto y práctico en el que, le habían inoculado la sapiencia, sabría ganar hundiendo a todo competidor en el campo de las miserias que por supuesto era en el que más dotado estaba.
Goethe no sabía nada del terror que habrían de llegar a Buchenwald, aquel romántico bosque de hayas donde suenan algunos de esos rugidos capitales de la cultura occidental que son irreversibles. Hace sesenta años los humos y las cenizas innombrables se posaban en campos y hojarasca. No se trata ya de elegir entre el desorden y la injusticia. Ni entre dignidad y oportunidad. Se trata probablemente de aguantar, recordar Weimar, detestar Kuntsevo, y no perder el respeto a uno mismo hasta que todo haya pasado.

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