El País Martes,
21.03.06
COLUMNA
Aleksandr Lukashenko, el presidente de Bielorrusia,
fronteriza con la Unión Europea -aquí cerca- ha dicho que "arrancará la
cabeza como a gallináceas" a los observadores internacionales que intenten
poner en duda que las elecciones han sido una grotesca estafa. Tampoco quiere
que nadie indague en fenómenos ahora usuales como la aparición inexplicada de
adeptos a su persona y la desaparición física, por arte del birlibirloque, de
los más valientes, insensatos u osados de sus adversarios. Reivindica nuestro
criminal de Minsk el método científico de modificación de conductas que Lenin,
Trotski y sus amigos idearon en los cafés de Zúrich y Viena mientras jugaban al
ajedrez y que después hizo escuela en tantos regímenes a diestra y siniestra
por todos los rincones del globo. El terror consecuente siempre ha sido
efectivo a largo plazo. No para quienes se precipitaron que sólo generan
pánico, un subproducto perecedero. Slobodan Milosevic tenía demasiada prisa.
Sería el vértigo de su historia personal, el abuso de drogas y alcohol o la
fatalidad de tener que exponer cartas en un interludio. No domeñó Slobo los
tiempos. Lukashenko aguanta. Pasaron los años de plomo, como para Castro. Y ya tienen
en Chávez, en Morales y pronto en algún caudillo peruano y ecuatoriano, un buen
alumnado de quienes consideran que el estado de derecho y la seguridad jurídica
son barricadas del enemigo, de los explotadores y la globalización, tan
antipática y abolible ella.
Hoy vuelven a reivindicar -con eco y apoyo no sólo de
nostálgicos comunistas, desesperados, descerebrados y marginales- la
legitimidad, racionalidad y economía de esta forma de gobernar tan contundente.
Quienes protesten contra las formas de persuasión que vuelven a imponerse -el
poder creador, purificador y clarificador de la unidad de criterio, de la
purga, la intimidación y el miedo- son al final figuras patéticas, perdedoras,
como aquel Maxim Gorki que se atrevió a escribir a Lenin para interceder por
unos kadets encarcelados y recibió la respuesta contundente de un
Vladímir Illich que sabía que para hacer grandes tortillas hay que romper
muchos huevos y para salvar al mundo, a la sociedad y a los individuos de sus
propios pecados, costumbres y debilidades, hay que romper resistencias,
voluntades, dignidades e incluso existencias. Relean la carta. Ahí tienen, con
pulso literario, la lógica de Lukashenko, de su mentor Vladímir Putin, de
Castro y Chávez, pero también de otros diseñadores como los que surgen osados
de la nada en la izquierda autodefinida como posmaterialista. Resuena el timbre
de la vocación depuradora. Lenin ridiculiza a Gorki. Le dice que los derechos
de la patulea de intelectuales encarcelados -después ejecutados- que defiende el
escritor no valen la tinta que usa y los desprecia frente a la suerte de los
proletarios y campesinos que después él y su sucesor Stalin pero ante todo su
vocación de poder y experimentación social asesinarían por millones.
"Castro vuelve a gozar de un inmenso prestigio en
Latinoamérica", decía ayer con poco disimulado entusiasmo un vocero de
radio en España, uniéndose al coro de los que hacen diariamente zapatetas
virtuales porque han sabido de otro gran líder izquierdista, indigenista,
nacionalista, militarista o costumbrista pero siempre antinorteamericano,
antiliberal y nada corrompido por el cosmopolitismo. En Cuba, alegarán
ofendidos nuestros renovados defensores de la obcecación estalinista caribeña,
ya no hay desaparecidos. Aparecen en las mazmorras al cabo de un tiempo y
cuando Castro fusila a un Ochoa, nos lo cuenta. Viva el crimen con taquígrafos.
A Bujarin le dejaron decir hasta adiós. Lukashenko aún no guarda esas formas.
Los aquí expuestos son paralelismos inexcusables. Nada
tienen que ver los desastres de la ingeniería social del pasado con las
aventuras del nuevo experimentalismo izquierdista, dicen. Ni esos desprecios
tan similares hacia sensibilidades, creencias y convicciones del enemigo.
Quienes tachen éstas de mamarrachadas no son conscientes de su gravedad ni de
las inmensas consecuencias que habrán de tener sobre próximas generaciones. Y
quienes se opongan a ellas merecen el castigo de la denuncia, la picota, el
ostracismo temporal y, en casos osados, seamos resolutos, la muerte civil.
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