Por HERMANN TERTSCH
El País, Berlín,
17.03.90
UNA NUEVA EUROPA
El antiguo escenario de canjes de espías es hoy centro de
inversiones y comercio
La Potsdamer Platz, el corazón del Berlín de entreguerras y
la plaza de mayor tráfico entonces en el mundo, según presumían los berlineses,
es hoy un inmenso solar. Durante 28 años fue la zona más infranqueable de la
franja de la muerte, con campos de minas y sus dispositivos de autodisparo,
torretas de vigilancia, patrullas y perros policía. A pocos metros de allí, en
1962, un año después de la construcción del muro, moría desangrado el joven
Peter Fechter bajo la mirada impotente del público occidental. Había sido
alcanzado por las balas de los vopos (policía popular de la RDA) en su intento
de huida.
Hoy, interminables caravanas de vehículos cruzan por un
amplio boquete abierto en el muro no lejos del lugar de aquel trágico hecho.
Los vopos, con el mismo uniforme de los asesinos de Peter Fechter, se
hallan en animada charla con sus colegas occidentales y dan paso con gesto
ligero a los coches sin pedir documentación alguna. Muchos alemanes orientales,
de vuelta a sus domicilios tras hacer sus compras en el oeste, cruzan andando
con bolsas repletas de plátanos y otros artículos de lujo aún
difíciles de encontrar en la RDA. Nadie se acuerda ya de Fechter, nadie parece
recordar ya que sólo hace tres meses desde que se abrieran los primeros huecos
en el muro que simbolizó la división de la nación alemana. Dos días antes de
las primeras elecciones libres, los alemanes siguen divididos entre los
de aquí y allí (hier und dreben), que cada vez significa más los que
cobran en DMs, en marcos buenos, y los que lo hacen en marcos
malos.
Nostalgia
"Siento cierta nostalgia de tiempos pasados. He ido
estos días a sitios donde me reunía con mis informadores, a puntos de la ciudad
donde intentaba despistar a los seguidores de la Stasi [policía política], y
todo está lleno de alemanes occidentales que jamás habían pisado la RDA y de
alemanes orientales que sólo hablan de lo que han comprado y visto en Berlín
Oeste y la RFA", decía ayer un veterano periodista holandés.
La vida cotidiana se ha implantado donde durante 40 años
dominó el estado de excepción, que muchos consideraban perpetuo. A la alarma
establecida de décadas siguió la euforia del cambio.
Berlín ha tenido el extraño atractivo del símbolo de la
tragedia alemana y europea. Cruzar el muro era siempre hacer acto de presencia
en la historia. Someterse a registros de maletas y controles de la agenda de
teléfonos, ser perseguido por la policía política o lograr contactos
interesantes, evitando comprometerlos, fue durante años una tarea difícil pero
excitante para los corresponsales.
Smiley, el protagonista de las novelas de Le Carré, se
aburriría hoy ya en Berlín. Pronto se abrirán hamburgueserías norteamericanas
en los distritos de Pankow, donde residía el gran estalinista Walter Ulbricht,
y en el Prenzlauer Berg, refugio histórico de inconformistas y resistentes a la
dictadura comunista; no habrá más conspiraciones que las dedicadas a la
especulación del suelo.
La Daimler Benz y la Deutsche Bank comprarán la plaza de
Potsdam, y los altos ideales de la revolución por la libertad de noviembre
pasado acabarán reducidos al interés por la nueva marca de detergente y modelo
de coche. El Checkpoint Charlie, escenario de importantes canjes de espías,
incluso el puente Glienicker, junto a Potsdam, quizá acaben siendo vendidos a
algún consorcio japonés. Berlín recupera con la libertad una normalidad perdida
durante muchas décadas.
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