Por HERMANN TERTSCH
Enviado Especial a Bucarest
El País Miércoles,
03.01.90
REPORTAJE: LA CAÍDA DEL 'CONDUCATOR'
La revolución ha despertado un ansia de lucha contra la
corrupción
"No aceptamos propinas, trabajamos por el honor nacional
y la revolución rumana". Esta frase del camarero del hotel
Intercontinental es sólo un síntoma de la nueva Rumanía. Hace menos de un mes
era un pozo de corrupción en el que los empleados robaban carne en la cocina
para cambiarla por cigarrillos Kent, que a su vez servían para lograr un trato
privilegiado en una gestión burocrática o en un hospital. La razón de un cambio
tan drástico no está solamente en la muerte de un hombre cuyo nombre será
maldito para siempre en el país. Está sobre todo en la gran experiencia del
triunfo de la voluntad de un pueblo humillado en los últimos 20 años de forma
inconcebible.
Aislados en la miseria, el frío y el miedo, los rumanos
subsistieron en el lodazal moral instaurado por el régimen liderado por un
sicópata. Es conmovedor ver hoy cómo en este clima de terror han desarrollado
increíbles recursos para preservar su dignidad humana. No son sólo los actos de
heroísmo que ha vivido Rumanía desde el día 21 de diciembre, cuando decenas de
miles de personas de toda edad y condición se enfrentaron con las manos vacías
a las balas de la policía secreta sabiendo que iban a una muerte segura. Muchos
policías desarmaron a los securistas o murieron en el intento. Hubo
médicos que se negaron a entregar a esa temida policía política a los heridos
en las primeras manifestaciones. Los trabajadores del metro se convirtieron en
transportistas de la revolución por debajo de las calles de Bucarest,
intransitables bajo la vigilancia de los francotiradores de la Securitate.
Vigor y valentía
Todos los países del Este de Europa en los que Stalin impuso
el régimen sovietizante han sufrido la represión, la injusticia, la escasez y
la opresión de un aparato privilegiado. En ninguno, desde la muerte de Stalin
se había impuesto un poder tan cínico y vil en su ejercicio. En ninguno el
levantamiento contra la indignidad ha sido tan vigoroso y tan valiente.
Nicolae Ceaucescu y su mujer, Elena, ambos casi analfabetos,
sienten igual desprecio por la cultura universal y el humanismo como por los
países vecinos y especialmente húngaros y rusos.
En 1965 llegan al poder absoluto. En 1968 tienen su momento
de gran terror cuando ven cómo el intento de Checoslovaquia de crear un
socialismo propio es aplastado por los vecinos y aliados. Allí está el punto de
inflexión en que el matrimonio emprende la carrera hacia su locura y
depravación y hacia la tragedia de todo este país balcánico.
En 1970, Ceaucescu viaja a China y vuelve ya con su
demencial idea de emular la Gran Revolución Cultural. Pronto acaba con los
cuadros educados y cosmopolitas que subsistían en la diplomacia y la cultura.
Su obsesión conspirativa se acentúa y con ella su megalomanía, fomentada por
una mujer cuya actuación aún será objeto de estudios históricos médicos.
El país comienza a partir de 1970 a cerrarse rápidamente a
las influencias extranjeras mientras Ceaucescu viaja por el mundo dejándose
celebrar como gran estadista. Occidente le aplaude como niño
terrible del Pacto de Varsovia y fuente de problemas de la Unión
Soviética. Para cuando el presidente norteamericano Richard Nixon visita
Bucarest y Ceaucescu viaja a Washington, el sistema rumano ha entrado ya de
lleno en la pesadilla que concluyó entre ríos de sangre el 22 de diciembre.
Ceaucescu comienza sus planes para eternizarse. El culto a su
personalidad adquiere tintes enfermizos, con loas al "Titán de los
titanes", a la "Luz excelsa de los Cárpatos", al "Alejandro
Magno del siglo XX". En su desprecio ignorante de toda la cultura del
pasado, ordena la destrucción del centro de Bucarest para construir el patético
palacio de la República y la avenida de la Victoria.
Fallos del pueblo
Ceaucescu sueña con un gran papel como intermediario entre
los mundos. Para ello considera necesario "recuperar la independencia que
le arrebató su política inicial de adquirir créditos para forzar una carrera
absurda y ruinosa hacia la industria pesada y petroquímica". El conducator lo
sabía todo y nunca se equivocaba. Luego los fallos debían proceder del pueblo.
El dictador inicia a principios de esta década el pago de la
deuda con la exportación de la producción de alimentos, ya que otros productos
del país no eran ya competitivos ni en el Tercer Mundo. Con la salida masiva de
los alimentos, llega el hambre.
Deja de emitirse música clásica, la cultura campesina y las
odas a Ceaucescu y coberturas de sus actos ocupan las dos horas escasas de
televisión diaria. La electricidad pasa a ser un lujo y se asigna una bombilla
por familia para uso no penalizado. La temperatura en las casas queda decretada
en 12 grados y en los ministerios los negociadores comienzan a celebrar las
reuniones con guantes y gorra puesta.
Un oscuro poder imponía a todos la vigilancia sobre los
demás. El trabajador que intentaba estudiar era inmediatamente sospechoso.
Quien mostraba interés por libros extranjeros era automáticamente subversivo,
quien intentaba oír música clásica era tachado de traidor.
Estos días se muestran los centros de escucha de la policía
política en las fábricas, hoteles y apartamentos. Orwell se hubiera vuelto loco
en la Rumanía de Ceaucescu.
El miedo lo cubría todo, enviciaba las relaciones de amigos,
familias y colectivos laborales. Rumanía entra ahora en el primer año de
libertad, desde el final de la II Guerra Mundial, liquidado el déspota y
liquidado el régimen que lo hizo posible. La agricultura será privatizada, la
pena de muerte ha sido abolida, las leyes que hicieron insufrible la vida en el
país han caído ya, y, aún bajo dirección militar en gran medida, la Prensa dice
verdades, la gente discute con ansiedad en calles y fábricas y escucha ya en
libertad música de Beethoven.
"Estamos sedientos de música, sedientos de cultura, de
conocer, viajar, saber", decía emocionada una joven defensora de la sede
de la televisión con el rostro marcado por muchos días sin dormir y una
felicidad sin límites. Bucarest renace en la dignidad de un pueblo que ha
reconquistado su libertad con la sangre de sus hijos.
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