Por HERMANN TERTSCH
Enviado Especial a Behlendorf
El País Viernes,
15.10.99
ENTREVISTA
Le han dado el Nobel 98 años después de recibirlo Thomas
Mann. Pocos escritores han tenido en este trágico siglo alemán la relevancia de
estos dos hombres tan diferentes. Günter Grass es hoy ya leyenda viva de la
literatura alemana. Nadie, ni sus muchos críticos, le discute el honor. Esta
semana ha salido a la venta en España su último libro, Mi siglo (Alfaguara),
calidoscopio histórico de 100 narraciones cortas en las que despliega su
virtuosismo de lenguaje y capacidad narrativa.
Mañana cumple 72 años. Está en la cima de una carrera no ya
de novelista, sino de artista total en el sentido clásico. Seguirá escribiendo,
pintando acuarelas, haciendo litografías y tallas. La forma y la palabra son
las dimensiones que este hombre sereno e inquieto ha combinado desde muy joven
con tanta maestría como gozo. Porque Grass disfruta mucho, y se le nota. Hasta
cuando se enfada con sus compatriotas, o con el mundo. En el pequeño taller que
tiene junto a su casa, en el remoto pueblito de Behlendorf (Estado de
Schleswig-Holstein), ha recibido a EL PAÍS para hablar de literatura y
política, del pasado y la memoria, de la culpa y la responsabilidad. De todo
aquello que le ocupa y preocupa desde antes de escribir una novela que
revolucionó a la Alemania de la posguerra y asombró al mundo: El tambor de
hojalata.
Después ha escrito muchas de las mejores y más conmovedoras
páginas de la literatura alemana. En su taller, rodeado por inmensos castaños y
un jardín de frutales y flores, dibuja y pinta, escribe sus obras, siempre a
mano, para transcribirlas en su vieja Olivetti mecánica y mejorar, cambiar y
retorcer las frases hasta que, al recitarlas, le cristalizan en el oído.
Pregunta. Fuera de Alemania, con respecto al Nobel, hay
euforia entre muchos, todos lo consideran merecido, y, sin embargo, aquí sigue
habiendo gente a la que se le nota la dificultad de congratularle.
Respuesta. Tiene usted razón. Cuando me dieron el
premio, ya me referí en una conferencia de prensa a esa gente que ni siquiera
puedo llamar críticos. Son adversarios que me rechazan políticamente y se
intentan presentar como críticos. Les pedí amablemente que dejaran de morderse
las uñas y que intentaran alegrarse al menos un ratito conmigo. Pero no lo
consiguen. ¡Qué le vamos a hacer!
P. Pero ¿piensa que el premio ha impulsado cierto
cambio de actitud en Alemania?
R. Por supuesto, de toda Alemania, de todos los
rincones de Alemania he recibido sacas enteras de correspondencia
felicitándome, también infinidad del extranjero. La felicidad por el premio es,
por tanto, generalizada.
P. Tiene más motivos que nunca para felicitarse.
Además, el sábado es su cumpleaños, y ayer salió [por el miércoles] a la luz su
última obra, Mi siglo, en castellano. ¿Este libro es de alguna forma un final?
¿Qué planes tiene ahora?
R. De momento, todo lo sucedido desde el premio está
resultando bastante agotador. Ahora acudo a la Feria de Francfort. Como ganador
del Nobel tengo el deber de hablar y enfrentarme a las preguntas que se me
hagan. Pero a largo plazo tengo aún muchos planes. Tengo intención de seguir
escribiendo, pero, además, en mi otra profesión como dibujante y con mi obra
gráfica, también tengo intención de hacer cosas. Eso sí, y para contestarle con
un chiste, ¡que nadie espere ya nada de mí para lo que queda de siglo! En todo
caso, en el siguiente.
P. Hablando de siglos. Mi siglo me ha parecido
fascinante, porque supone un alarde de capacidad narrativa, de inventar cien
veces a un narrador que cuente de forma verosímil un acontecimiento habido en
el año que le toca, y que todos juntos recreen ese calidoscopio que da una
visión del siglo. Se convierte usted cien veces en otros tantos personajes.
R. Así comienza precisamente el libro: "Yo,
intercambiado conmigo mismo, he estado presente, año tras año". Un
escritor tiene que ser capaz de hacer esto. En el fondo, la idea es muy simple.
Está ahí, en la calle: cien años, cien historias. Y entonces es cuando comienza
la obra del autor, el trabajo; pero también el placer, el excitante placer de
sumergirse en tantos personajes. Son todos personas que no han hecho historia,
sino que han vivido la Historia como destino y que han tenido que reaccionar
ante ella, como víctimas o como verdugos, como cómplices, como fugitivos, en
todo tipo de situaciones, hombres y mujeres, niños y viejos, gentes en todo
tipo de profesiones y circunstancias, y en las más diversas regiones del mundo
y de la vida. Ésa era mi ambición literaria: conseguir crear, provocar un eco
de este siglo con las más diversas voces.
P. Habla usted de provocación. Yo también la veo, pero
en otro sentido. Usted, para un libro, se sumerge en cien personalidades, crea
un elenco de cien narradores, mientras tantos escritores hoy sólo se tienen a
sí mismos como tales y acaban escribiendo de sí mismos.
R. Es cierto que no deja de ser curiosa esta tendencia
narcisista de la literatura que se observa, es lo que se puede llamar la
literatura del ombliguismo. No digo que en alguna ocasión no pueda ser
interesante. Pero con eso no se puede acometer una vida como escritor. Cada uno
tiene una sola biografía, y no está nada claro que sea interesante. En todo
caso, a mí jamás se me ocurriría escribir mi autobiografía. Primero, porque la
forma literaria no me parece interesante. Y segundo, porque prefiero mentir en
la ficción, en la novela. ¿Para qué iba a hacerlo en una autobiografía?
P. Ahora quiero acusarle de otra provocación. Sé la
gran estima que tiene por su traductor al español, Miguel Sáenz. Pero
reconocerá usted que encargarle a alguien traducir Mi siglo no deja de ser una
crueldad. Los cien personajes distintos hablan dialectos y formas de lenguaje
totalmente diversos, antiguos y modernos, suavos y bávaros, niños judíos en
cuasi yiddish, el engolamiento del emperador, un asesino de las SS o un
estudiante del 68 que boicotea a Adorno. ¿No abusa de ellos?
R. Mire, yo creo que soy el único autor que reúne
regularmente a sus traductores y repasa con ellos, muchas veces línea a línea,
las obras para ver las dificultades. En las traducciones, las fuentes de
errores pueden ser muy altas y sólo se pueden reducir si se realizan a tiempo
este tipo de conversaciones entre el autor y el traductor. Yo siempre les digo,
además: "No puedo tener ningún tipo de consideración con vosotros, porque
si comenzara a tenerla acabaría escribiendo una lengua global y plana, inolora
e insípida". De ahí mi desconsideración, pero además estoy tan seguro de
Miguel Sáenz que sé que ha conseguido un buen resultado.
P. El libro Mi siglo es lengua e historia. La historia
no le abandona jamás.
R. [Interrumpe] A nadie, todos somos víctimas e hijos
de la historia.
P. Sí, señor Grass, pero algunos ahora quieren que la
historia les abandone. O al menos que les deje un poco en paz. Por ejemplo, el
escritor, contemporáneo suyo, Martin Walser. Cuando le visité la última vez
aquí en su casa había provocado usted una fuerte polémica con su discurso
laudatorio al escritor turco Yaser Kemal, que había ganado hace dos años el
Premio de la Paz de los libreros alemanes. Usted fustigó a los alemanes por la
Ley de Extranjería y por los intentos de algunos de presentar el pasado alemán
como otro cualquiera, trivializando así el nacionalsocialismo. El pasado año,
el premiado fue Walser y fue él quien pidió que se pusiera fin a la continua
retrospectiva de excepción en la historia alemana. El domingo recibe el mismo
premio el historiador norteamericano de origen judío alemán Fritz Stern, que
tuvo que huir ante los nazis en 1938. ¿Cómo ve la postura de Walser? ¿Cree que
Stern contestará?
R. Hace muy poco tuve una fuerte discusión pública con
Walser al respecto. Soy amigo de Walser y nos peleamos. Yo espero que nuestra
amistad lo aguante. No es cierto que el discurso del pasado año de Walser sea
antisemita o incluso fascista, como algunos han sugerido. No obstante,
considero que su discurso es extremadamente peligroso, porque es el enésimo
intento de poner un punto final en la historia. Esto es imposible, y Walser lo
debería saber. En realidad, lo sabe, pero el suyo es un desesperado esfuerzo de
acabar con el pasado. Es imposible, porque siempre nos alcanza. Y no sólo a los
alemanes. Ustedes tienen en España una fuerte discusión cuando han pasado
muchos años en que prefirieron callar. Habría buenas razones. Pero eso siempre
tiene consecuencias. Llega la generación que pregunta: "Abuelo, ¿cómo fue
aquello?". Medio millón de españoles se mataron. Tarde o temprano, las
nuevas generaciones preguntan.
Respecto al premiado este año, el historiador Fritz Stern,
sé que es un hombre muy riguroso en su trabajo, muy serio, levemente
conservador. De lo que estoy seguro es de que si, como espero, alude a Walser,
lo haga desde el mayor rigor, sin acusaciones generalizadoras, sino con
consideraciones concretas, exactas. Esto me parece muy bien. Además es
necesario.
P. Respecto a la nueva literatura alemana que debiera
tomar el testigo de usted y sus coetáneos, se habla ya de una generación de los
nietos de Grass...
R. Eso es una tontería absoluta que se han inventado
los críticos de los suplementos literarios. Esos autores son buenos o llegarán
en su día a ser buenos si logran tomar distancia de esa concentración en el yo
y se enfrentan a retos y controversias difíciles. Esos escritores están ahí,
también los ha habido antes, pero los calificativos los ponen los críticos. Ha
habido excelentes narradores que han sido liquidados o ignorados porque no
cumplían con los requisitos del Zeitgeist. Ahora, de repente se dice que hay que
narrar, como si antes no se narrara. Y la cuestión de las generaciones no tiene
nada que ver con la literatura. Conozco a mucho joven autor que se comporta
como un anciano, y por la otra parte, en este otoño literario no estoy yo solo.
Ahí está Hans Magnus Enzensberger con un libro de poemas escrito en un tono
totalmente nuevo; Siegfried Lenz ha escrito una nueva novela... Es decir, mi
generación sigue escribiendo y no nos preocupan nada esas necias y limitadoras
cuestiones de generaciones que se puede inventar Der Spiegel porque le
divierten, pero que nada tienen que ver con la realidad.
P. Pero en el Grupo 47, del que usted surge como
escritor, con Uwe Johnson, Enzensberger, Ingeborg Bachmann, Walser, hasta Peter
Weiss, ¿no se veían como una generación literaria?
R. Lo que era más fácil entonces era aceptar maestros.
Esto puede resultar extraño a los jóvenes escritores. Yo, a lo que podemos
llamar media generación mayor que yo, Heinrich Böll o Arno Schmidt, los
admiraba. E intentaba aprender de ellos. Recuerdo que escribí dos ensayos
titulados Sobre mi maestro Alfred Döblin. Aprendí mucho de Döblin, del que, por
desgracia, sólo se conoce bien Berlin Alexanderplatz: en todo lo que es la
artesanía literaria, pero también en cuanto a la actitud que debe tener un
escritor a través de los años. Y sigo aprendiendo. En el Grupo 47 aprendíamos
el oficio.
P. ¿Me puede explicar su relación, tan tormentosa, con
el gran buda de la crítica literaria alemana, Marcel Reich Ranicki?
R. No, mire, de eso sí que prefiero no hablar. Esa
cuestión está muerta definitivamente para mí. Por desgracia. Lo lamento, pero
es así.
P. Hay una nueva polémica ahora en Alemania, surgida a
raíz de una conferencia del filósofo Sloterdijk en la que declaraba muerto el
humanismo como fórmula de alejar de la barbarie al hombre y proponía recurrir
para ello a nuevas técnicas como la ingeniería genética. Su amigo Jürgen
Habermas y otros filósofos cercanos a la Escuela de Francfort han respondido
con virulencia.
R. Mire usted, he leído la conferencia de Sloterdijk y
me parece una estupidez. Habermas tiene razón. Lamento lo de Sloterdijk. Se
hizo conocido con un libro llamado Crítica de la razón cínica, que era un
interesante intento de criticar la Ilustración con los medios de la
Ilustración. Lo leí con gusto. Desde entonces ha echado por la borda la
Ilustración y se ha metido por veredas que tienen algo involuntariamente
cómico. Y ahora llega a estas cosas del cultivo del ser humano, traído por los
pelos. Me parece demasiado tonto todo ello.
P. Pero ¿no forma parte de esa ofensiva intelectual
contra la Escuela de Francfort y contra lo que podemos llamar las bases
teóricas de la Alemania democrática de la posguerra?
R. Sabe usted, es esa historia más bien necia, a veces
incluso cariñosa, a veces no; esa historia del asesinato del padre, que se
varía hasta la saciedad. Todos vienen de Adorno y ahora quieren matarlo. Yo,
por supuesto, estoy totalmente con Habermas en todo esto. Y no sólo en esto.
Durante la unificación alemana, nos constituimos en "la banda de los
tres", los reventadores del juego, los que estábamos en contra de lo que
se hacía. Habermas, Walter Jens y yo. Y nuestros temores se han justificado.
Alemania sigue dividida. Mire los resultados de las pasadas elecciones en
Berlín. En el Oeste votan a la CDU; en el Este, al PDS . Peor, imposible.
P. Ya que estamos en la política, la última vez que
hablamos aquí se perfilaba la catástrofe electoral para Kohl. Hoy es Schröder
quien cosecha una derrota tras otra, y Oskar Lafontaine ha abandonado todos los
cargos y ataca a su propio partido. Usted le ha recomendado a Lafontaine que
"calle la boca, coja su vino tinto y busque una nueva ocupación".
Tonos duros, ¿no?
R. Me duele muchísimo lo que ha pasado. Considero a
Lafontaine un gran talento político, y no tenemos muchos, ni en Alemania ni en
Europa en general. Pero siempre ha tenido un ego desmesurado, y esto conlleva
peligros. Además de su impaciencia, que le hacía plantear cuestiones
interesantes que dejaban de interesarle pocas semanas después. Tuvo una época
buena cuando estuvo como presidente del partido con Schröder como candidato.
Después vino la victoria. Él sabía a lo que se enfrentaba cuando asumió el
Ministerio de Finanzas. Conocía el endeudamiento que heredaba el Gobierno de 16
años de Kohl. Podía haberse entendido que no aceptara ese puesto. Pero, para
mí, no tiene disculpa alguna que abandonara el puesto de presidente del SPD y
su escaño parlamentario. Eso no se lo podía hacer a los electores ni se lo
podía hacer a su partido. Pero si encima lo hace, su única opción era
permanecer callado. Si toma esa opción particular, esto le impide volver a
meterse en el debate político. Y eso es todo lo que quiero decir al respecto.
P. ¿Cree que el SPD y el Gobierno de Schröder se van a
recuperar?
R. No me cabe la menor duda. Las dificultades del SPD
no son nuevas, forman parte de una tradición de más de cien años. Comenzó con
las peleas de Kautsky y Bernstein a principios de siglo. Lo único que no pueden
hacer es abandonar su vocación de defender a los más débiles, los que no han
nacido en la parte más cómoda de la sociedad. Las circunstancias cambian, y los
medios, también. Pero creo que lo conseguirán, y creo que Schröder irá
creciendo en su cargo como canciller. Creo que se recuperarán después de estos reveses.
P. Hablemos de la globalización, fenómeno que tanto le
preocupa en diversos terrenos. Pero primero en la cultura. ¿No le parece que
ferias literarias como la de Francfort están lanzándonos a una cultura
masificada que acaba en niveles ínfimos?
R. No se trata de los medios. La literatura sólo
sobrevivirá en la medida en que siga siendo subversiva. La peligrosidad de la
literatura, la peligrosidad tantas veces sobrevalorada por las censuras, es lo
que la mantiene viva. De convertirse en mero entretenimiento, entonces sería
como una moqueta, no sería nada.
P. ¿Hay más interés literario hoy que cuando escribió
El tambor de hojalata?
R. Entonces había mucha hambre de literatura tras tanto
tiempo de aislamiento. Hoy, en cambio, sufrimos más bien de sobreinformación, o
de demasiada supuesta información. Pero a mí me da la impresión de que estamos
en un proceso diferente. Que los más jóvenes y los niños no es que renieguen de
la televisión, sino que diferencian más que las generaciones anteriores. Son
más selectivos y buscan más el libro. Lo que está claro es que nadie va a
llevar a las masas hacia el libro. Quien quiera hacerlo acaba escribiendo
trivialidades. La composición de la sociedad culta es y será distinta a la que
fue y no se define por su propiedad.
P. Otra globalización: la de la persecución de crímenes
de guerra. ¿Quién nos hubiera dicho hace unos pocos años que Pinochet estaría
hoy detenido en Londres y el Tribunal Internacional de La Haya funcionando
lenta pero continuamente?
R. Es cierto. Ya en Núremberg, aunque fueran los
vencedores quienes juzgaban, había una aspiración de hacer de la justicia una
cuestión global. Estoy totalmente en contra de que se persiga a los pequeños
diablos que simplemente se adaptaron por oportunismo a regímenes como el de la
RDA u otros. Pero estoy totalmente de acuerdo con que se persigan todos los
crímenes, y esto afecta tanto a Pinochet como a Milosevic o al croata Tudjman.
No sé si habrá juicio contra Pinochet, pero de cara al futuro el hecho mismo de
su persecución y la decisión de los tribunales es una advertencia para todos
los actuales y futuros dictadores, pero además un salto cualitativo en la
voluntad de perseguir a los criminales. Eso sí, en el caso de Pinochet, me
gustaría que algunos responsables directos del golpe que estaban en Estados
Unidos también tuvieran que asumir responsabilidades, porque es un hecho que
las autoridades norteamericanas tuvieron una influencia decisiva en este golpe.
Ya ni lo niegan, y además ahí están las pruebas. Esto no disminuye en absoluto
la responsabilidad de Pinochet, por supuesto.
P. Finalmente, la globalización económica. ¿Cree
posible que volvamos a vivir una supremacía de la política sobre la economía?
¿Cree que hay una aportación potencial de los intelectuales al respecto?
R. Sólo hay que ver cómo se mueven los mercados
financieros, sobre todo en cuestiones especulativas, siempre fuera de todos los
controles democráticos y de los Estados. Pero es un gran reto para la política,
porque no podemos seguir así. Los políticos tienen lógicamente que pensar en
términos de corto y medio plazo, pero también habrían de tener la capacidad de
tener proyecciones. Porque el gran reto ante el nuevo siglo va a ser la lucha
por conseguir una política energética viable, renovable, que debe ser la solar.
Pero, para imponer políticas de futuro, los políticos han de recuperar un poder
que hoy no tienen, como meros gestores que son de los grandes movimientos
económicos y financieros. La primacía de la política es necesaria para afrontar
los grandes retos del nuevo siglo.