Por HERMANN TERTSCH
El País, Dresde,
24.09.98
ELECCIONES EN ALEMANIA
El mundo de la cultura se muestra indiferente ante estas
elecciones
Al final solo queda Günther Grass. El más anciano de todos
los intelectuales alemanes, el que menos ganas y necesidad tiene de aparecer en
público y hacer agitación política en el mejor sentido del término ha vuelto a
saltar a la arena electoral alemana. En el este de Alemania, donde se decide
que tipo de gobierno tendrá el país más poderoso de Europa en los próximos
años, Grass ha pedido el voto para la izquierda, para los socialdemócratas del
SPD y los Verdes. Y ha pedido también que no se vote a los ex comunistas del
PDS porque esa opción electoral solo favorece al canciller democristiano Helmut
Kohl. En Alemania también puede funcionar la pinza este domingo, advierte
Grass. Pero el gran hombre de las letras alemanas está muy solo en esta lucha.
Tanto, que el responsable de cultura en la campaña electoral socialdemócrata,
el editor Michael Naumann ha llegado a acusar a sus colegas de la
intelectualidad alemana de haberse sumido en la dejación y el fatalismo
cultural y de complacerse en actitudes esteticistas ante la amenaza de que la
derecha vuelva a ganar en las elecciones y la industria cultural siga en una
caída libre hacia la inanidad.
Naumann habla poco menos que de la traición de los
intelectuales -por motivos diferentes aunque no opuestos quizás al célebre
panfleto de Julien Benda- y lo hace dolido. Tiene razones para ello porque
induce a la melancolía recordar la movilización de la cultura alemana en favor
de Willy Brandt de la que precisamente Grass fue una de las puntas de lanza.
Fue entonces cuando los intelectuales -sesentaiochistas o no- asumieron el
proyecto político del cambio como propio y su aportación a que tuviera éxito
fue ingente.
Porque hubo un tiempo en el que la gente que se autodefine
como normal, el pueblo, el electorado, les hacía caso a los intelectuales.
Aunque no conociera su obra, ni su rostro y apenas su nombre. Y los
intelectuales se veían en el deber moral de expresar sus opiniones sobre las
grandes cuestiones de la historia, sobre la política, la ética y la vida.
Así era en España durante la República y la guerra, en
Francia casi siempre y en Alemania hasta hace muy poco. Pero ya tampoco aquí,
en las tierras germánicas de poetas revolucionarios como Schiller y Brecht, de
amonestadores públicos como Goethe y Thomas Mann, de los pensadores Jünger y
Heidegger o Jaspers y Arendt, de los vigías como Heinrich Böll.
Mañana acaba la campaña electoral en Alemania. Y sea cual
sea el resultado está ya bien claro que los intelectuales, que en su vertiente
pública al menos, pasan por ser mayoritariamente de izquierdas, se han
desentendido de la mayor decisión que se toma en Alemania desde la
reunificación.
Si gana una vez más -la cuarta consecutiva- Helmut Kohl,
muchos de ellos lo lamentarán entre sollozos. Si gana su rival, el
socialdemócrata, Gerhard Schröder, lo hará también a pesar de ellos. Los
intentos de movilizar a la intelectualidad alemana en favor de Schröder han
fracasado y nadie es capaz de decir si el motivo es que ha dejado de existir
tal intelectualidad, si se ha despedido definitivamente de la política o si
solo se siente incapaz de defender a un candidato que a veces se antoja tan
anti-intelectual como el propio canciller renano.
Es probable que, con Oskar Lafontaine como candidato, el
compromiso de los intelectuales hubiera sido mayor. Pero también es seguro que
el resultado electoral global habría sido peor que cualquiera que pueda
cosechar Schröder el domingo. Y es evidente que el alejamiento de la política
activa por parte de los intelectuales es un fenómeno que se percibe desde hace
más de una década en toda Europa. El desprestigio de la militancia política, la
crisis de los partidos y la desideologización general de un sector cada vez más
inmerso en lo "artístico" y en el espectáculo mediático y menos en la
intelectualidad son algunos de los motivos de esta evolución.
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