Por HERMANN TERTSCH
El País Lunes,
31.08.98
TRIBUNA
Borís Yeltsin está dando muy serios disgustos. Y no sólo a
los rusos, como solía acostumbrar. Ahora es a todo el mundo, literalmente.
Incluidos los propietarios de acciones en la Bolsa madrileña. Los disgustos son
graves, pero sorprende la sorpresa que han supuesto. La calamidad estaba
anunciada y sólo cabían dudas sobre sus formas. Mala pata que coincidiera con
la crisis asiática, pero tenía que llegar en algún momento. Porque el naufragio
financiero es consecuencia directa del naufragio reformista, y éste viene de
lejos. Lo venía diciendo desde hace años ese magnífico analista, hombre culto y
profundamente bueno que nos acaba de abandonar y siempre recordaremos, que era
Manolo Azcárate. Él sí conocía el percal. En la marabunta de datos que nos
asalta todos los días, Azcárate sabía distinguir entre lo anecdótico, lo
irrelevante y lo esencial. Y sabía por ello leer las grandes líneas con que la
acción de los hombres y las circunstancias dibujan el presente que ha de
convertirse en historia. Los que tuvimos la inmensa suerte de conocerle y el
lujo de trabajar con él, siempre le estaremos agradecidos por todo lo que nos
enseñó como hombre político en el mejor sentido de la palabra y como hombre
generoso, modesto y bueno.
En el caso de Yeltsin, Azcárate supo ver muy pronto que con
él se consumaba el regreso de la política soviética en su forma más
desideologizada en el peor de los sentidos, sin grandes conceptos globales ni
otro compromiso que no fuera el mantenimiento del poder, ya mediante alianzas
oportunistas o, de ser necesario, por medio de la represión. Cuando a Yeltsin
le cantaban en Washington y todo Occidente como un adalid de la
democratización, ya advirtió que el presidente podía ser un mal menor, pero que
era un error peligroso considerarle una solución. Conocía demasiado bien la
catadura del presidente ruso. Gentes del mismo tipo las había sufrido Azcárate
a lo largo de toda su vida honesta de militante.
Los grandes Bocuse de la cocina política occidental,
especialmente en Washington y Bonn, han estado tan encantados con el afable
ruso que se han negado en todo momento a contemplar escenarios que no
incluyeran a Yeltsin como máximo maestro de ceremonias. Occidente no puede pretender
elegir al que más le guste para dirigir un gran país como es Rusia. Pero peor
aún que esta pretensión, que sin duda existe, es optar por un protegido que ni
quiere ni puede hacer lo que de él se espera. Con la vuelta de Víktor
Chernomirdin, las cosas debieran estar al menos más claras. Los últimos balones
de oxígeno financiero concedidos a Rusia no sólo no han servido para nada. Han
permitido que la política de la oligarquía nueva-vieja se afiance una vez más,
imponga a uno de sus grandes popes, el propio Chernomirdin, como jefe del
Ejecutivo, y éste se apreste ya abiertamente a una gran alianza entre los
poderes fácticos, incluida la mayoría reaccionaria de la Duma.
El mundo no se acaba con el final, todo dice que definitivo,
de los esfuerzos reformistas de quien no se sabe si es todavía presidente ruso.
Occidente ha vivido, y no mal, con evoluciones en Moscú mucho más peligrosas
que la actual. Aunque gane unas próximas elecciones en Rusia un general
bonapartista. Aunque se disparen las tendencias chovinistas agresivas. Rusia es
demasiado débil para cualquier aventura exterior que ponga en peligro la
seguridad de los países de su entorno. Pero sí estaría bien que Occidente
olvidara de una vez sus ansias por vivir en permanente luna de miel con Rusia. Tiene
que dejar claro que sus condiciones para ayudas financieras han de ser
cumplidas, y no olvidadas nada más llegar la transferencia, como ha sucedido
hasta ahora. Y en caso de no tener garantías, habrá de ser capaz de decirle que
no, a Yeltsin, a Chernomirdin o a cualquier otro, sin dejarse impresionar por
esa peculiar forma de pedir dinero que es vaticinar un apocalipsis de no
recibirlo.
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