Por HERMANN TERTSCH
El País Sábado,
03.07.99
TRIBUNA
La bochornosa presentación del comisario alemán Martin
Bangemann como asesor de Telefónica es, por supuesto, un flaquísimo favor a la
credibilidad de la Comisión y una nueva prueba de que este antiguo dirigente
del Partido Liberal alemán tiene un concepto muy poco prusiano de la ética del
servicio público. Cualquier funcionario alemán de la vieja escuela se habría
poco menos que cortado las venas ante la mera sospecha de haber cometido lo que
Bangemann ha confirmado, orgulloso y ufano, haber hecho. Y por supuesto ello
habría supuesto la muerte civil del involucrado. Ya no. El escaso rigor, la
improvisación y, en ocasiones como la citada, la pura falta de vergüenza son ya
también parte de la cultura política de la Alemania moderna. Ni más ni menos
que en otros países europeos. También en este sentido los alemanes han cambiado
y se alejan cada vez más de aquel cliché tradicional que los caricaturizaba a
ojos de amigos y enemigos. También en esto se ha normalizado este país. Pero no
sólo eso ha cambiado en Alemania. Afortunadamente.
El jueves, el Bundestag alemán se despidió definitivamente
de Bonn, la aldea junto al Rin que durante medio siglo ha sido su capital. Tras
las vacaciones estivales, la mayor potencia europea será gobernada ya desde
Berlín. No sólo el escenario urbano será distinto. Tienen razón quienes dicen
que existe una continuidad institucional y política entre la República de Bonn
y la de Berlín y que la segunda no es sino la consecuencia del éxito de la
primera. Pero no menos cierto es que mucho será muy distinto, porque ya había
cambiado en estos años de transición desde la consecución de la unidad alemana
y porque seguirá cambiando con mayor contundencia si cabe. Alemania seguirá su
camino hacia la heterodoxia de la mano de esos dos heterodoxos que son Schröder
y su ministro de exteriores, Joschka Fischer.
El poder llega a Berlín consciente de que el sistema social
de economía de mercado, piedra angular de toda la política de la Alemania
democrática de la posguerra, ha tocado techo y sólo puede salvar a largo plazo
sus principales rasgos si cambia profundamente. No se trata de una conclusión
nueva. Lo realmente nuevo es que, desde la llegada al poder del Gobierno de
socialdemócratas y verdes existe un amplio consenso sobre tal
necesidad y la urgencia de la misma. Los dos partidos hoy en el Gobierno no
habían aceptado esta evidencia hasta que abandonaron la oposición. En este
sentido, el final de la era del canciller Helmut Kohl era doblemente necesaria.
Por un lado ponía fin a una coalición de democristianos y liberales, bajo la
inmensa figura del ya histórico canciller, que había agotado claramente su
ciclo y posibilidades. Por otra parte obligaba a socialdemócratas y verdes a
ejercer en responsabilidad un poder que les exigía las reformas. La actual
oposición no podrá sino apoyar en el fondo, por mucho que critique la forma, de
estos cambios. Alemania arrastra un déficit de reformas que la han convertido
en uno de los sistemas administrativos, fiscales y legales más anquilosados del
continente. El paquete de reformas aprobado hace diez días es otro ejercicio
contra la ortodoxia alemana. Rompe con la desesperante parálisis de décadas.
Schröder comenzó su mandato con más errores que aciertos y
una descoordinación en su gabinete que causó alarma por doquier. Pero desde
entonces mucho de lo sucedido ha hecho casi olvidar aquellos sobresaltos. La
despedida de Bonn coincide con la clausura de un semestre de presidencia alemana
de la UE que pasará a la historia como uno de los más intensos y probablemente
decisivos de la construcción europea. También a la presidencia se puede aplicar
el juicio que merece la legislatura, un comienzo dubitativo y un balance
general inesperadamente positivo. La desaparición política de Oskar Lafontaine
es, sin duda, una de las claves del comienzo de una fase de mayor coherencia.
La prolongación de la pugna interna del liderazgo bicéfalo podía haber acabado
con este Gobierno antes de conseguir ninguno de sus proyectos. También la
guerra de Kosovo y la propia Agencia 2000 eran amenazas para el Gobierno
Schröder como quizás para ningún otro en Europa. Y logró conjurarlas
abandonando posturas maximalistas en la Agenda. Pieza capital en este éxito que
tantos ponían en duda ha sido Joschka Fischer. Su tenacidad y valentía ante las
reformas y la guerra han sido determinantes. Y afortunadamente Fischer
representa mejor a la nueva Alemania que la patética figura de Bangemann.
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