Por HERMANN TERTSCH
Enviado Especial a Adapasari
El País Miércoles,
22.09.99
Un mes después del terremoto, Turquía lucha contra sus
efectos en las ruinas y las almas de los supervivientes
"Algunos se niegan a abandonar sus tiendas. No salen a
por comida ni a por agua. Sucede especialmente entre los viejos; es como si
quisieran dejarse morir. Ha habido también algún intento de suicidio". Una
de las decenas de estudiantes de Estambul -que se presentaron voluntarias para
ayudar en los campos de damnificados del terremoto que devastó la región al
sureste de Estambul, en la costa del mar de Mármara-, explicaba así algunos de
los efectos que sufren ahora, cuatro semanas después, muchos de las decenas de
miles de turcos que perdieron todo en aquellos eternos segundos en los que
rugió la tierra en la madrugada del 17 de agosto.
Mucho se ha hecho desde entonces: las carreteras y las
calles principales de las dos ciudades más afectadas, Golcuk y Adapasari, están
limpias; expeditas para que transiten por ellas centenares de inmensos camiones
de minería y obras públicas que llevan invariablemente la carga que más abunda
en aquel desolador paisaje: escombros de hormigón y hierros retorcidos.
La policía y fuerzas especiales del Ejército, protegidos con
mascarillas, dirigen el tráfico de este triste cargamento por las carreteras
junto a la costa en la que tantos habitantes de Estambul suelen pasar el
verano.
O solían. Porque miles de los que allí perdieron a sus
familiares han asegurado que nunca volverán, y muchos de los habitantes de
estas ciudades y pueblos devastados han optado por emigrar. No dejan nada
atrás, ni siquiera unas tumbas, ya que no han encontrado a sus familiares
desaparecidos.
Los cadáveres probablemente viajen en esos grandes camiones
hacia alguna escombrera lejana, con los cuerpos descompuestos por el peso del
hormigón, el calor y la humedad del viento del mar.
En Adapasari, como en Golcuk, la población lleva casi un
mes, desde que se abandonó toda esperanza de encontrar supervivientes,
observando cómo las excavadoras derriban restos de viviendas y cargan sin cesar
escombros en los camiones. El domingo eran muchos los que observaban en los
pueblos esta terrible rutina que se ha instalado en la región y que se prolongará
con seguridad meses, a la vista de los daños. Tampoco tienen otra cosa que
hacer todos estos hombres que vagan por la ciudad ni las mujeres que pasan el
día sentadas ante las tiendas de campaña, que son su nuevo hogar, nadie sabe
por cuánto tiempo.
Miles están en los campos instalados por la Media Luna Roja,
la Cruz Roja, las ONG y otras organizaciones humanitarias y equipos de ayuda
internacional.
Otros muchos miles de turcos han improvisado tiendas de
campaña para permanecer y dormir junto a sus casas por miedo a que la tierra se
vuelva a mover y sus maltrechas paredes y techos se les derrumben encima.
El miedo está omnipresente. El lunes de la semana pasada se
produjo un nuevo seísmo. La mayor parte de los pacientes que tiene el Ejército
español en el hospital de campaña que ha instalado entre Yalova y Golcuk son
personas de todas las edades que se lanzaron desde sus ventanas al sentir el
nuevo movimiento.
Muchos jamás podrán volver a pisar sus antiguas casas,
aunque ahora, en aquel mar de ruinas, parezcan los más afortunados
supervivientes.
Tanto en la ciudad de Adapasari como en Golcuk, los daños
estructurales de las casas todavía en pie son tan graves que una gran parte,
barrios enteros, acabará también convertida en escombros en los próximos meses.
La Cruz Roja Española ha instalado los centros médicos en el
mayor campo de Adapasari, un campamento que, bajo la constante vigilancia del
Ejército turco, funciona con un orden y una limpieza como muy pocos lo han
hecho tras catástrofes humanitarias semejantes.
La principal tarea ahora es acondicionar los campos ante la
llegada del invierno. La mayoría de las organizaciones humanitarias se inclinan
por hacerlo con tiendas de campaña impermeables y con calefacción, ya que temen
que la creación de campos de casas prefabricadas acaben, como ha sucedido en
tantos casos, siendo consideradas por las autoridades como viviendas
definitivas de los damnificados.
Mejor un invierno en tiendas que el resto de la vida en
contenedores, se dicen.
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