Por HERMANN TERTSCH
El País, Ankara,
26.09.99
La catástrofe de los terremotos puede servir de catalizador
para acercar las relaciones entre Ankara y Atenas
"Los turcos, son los turcos. Han salvado al niño".
Toda Grecia tiene grabada la imagen de cómo, ante las cámaras de televisión, un
grupo de salvamento, llegado de Turquía a las pocas horas de producirse el
terremoto en Atenas el pasado 7 de septiembre, rescataba vivo bajo toneladas de
hormigón a un niño griego. La emoción general y la voz entrecortada y conmovida
de la locutora eran lógicas ante aquella inesperada imagen del niño con vida
cuando todo hacía pensar que estaría muerto. Pero había algo más que emoción en
aquella frase "son los turcos, son los turcos", que repetía la
locutora, dejando vibrar en ella una sensación de estar haciendo una revelación
paradójica. ¿Por qué? Sobre todo porque los turcos en la historia moderna
oficial griega no salvan a niños griegos sino que se los comen o por lo menos
los secuestran. Para la Grecia moderna surgida del ya muy debilitado imperio
otomano del siglo XIX, los turcos han sido el enemigo mortal cuyas desgracias
eran alegrías propias y viceversa. El Estado griego se creó y creció siempre
contra la Turquía otomana, aquel "hombre enfermo de Europa" como lo
calificó el zar Nicolás I en 1853. Grecia estuvo siempre desde entonces en el
lado de los vencedores. Con una excepción traumática aún hoy para Atenas, que
fue el gravísimo error de la invasión de Asia Menor.
El error no fue sólo griego. Todos los aliados vencedores en
la Primera Guerra Mundial estaban convencidos de que la decadencia del Estado
otomano les daba una magnífica oportunidad para repartirse Turquía. El objetivo
era hacer desaparecer al Estado turco y dejarle una mínima región pobre y sin
viabilidad, una reserva en su propia tierra. Todos los aliados estaban de
acuerdo pero ninguno quería embarcarse en una nueva campaña militar después de
la terrible Gran Guerra. Salvo Atenas, en pleno fervor nacionalista, dispuesta
a todo para imponer la idea de la Gran Grecia y dirigida por un primer
ministro, Eleuterios Venizelos, un brillante estadista que no supo ver que iba
a enfrentarse muy pronto, no con la decadente cúpula de la monarquía otomana,
sino con uno de los grandes líderes políticos y militares que ha dado este
siglo, Mustafa Kemal, después conocido en todo el mundo por el sobrenombre de
Atatürk, el padre de los turcos.
Los griegos invadieron Turquía en 1920. Tres años y muchos
muertos después la abandonaban derrotados por un Ejército dirigido por aquel
nuevo líder decidido a crear un Estado turco fuerte, republicano y laico, con
vocación de modernidad europea y dirigido de forma tan autoritaria como lo eran
por entonces muchos países europeos.
De aquel fracaso surge la hostilidad de la historia griega
moderna contra Turquía. De ella se han nutrido siempre los políticos griegos
cuando han querido hacer patria o recurrir al enemigo exterior para ocultar sus
fracasos o corruptelas. Pese a su derrota en Asia Menor, los tratados
posteriores, especialmente el de Lausanne de 1923, otorgaban a Grecia (gracias
a la habilidad de Venizelos y al padrinazgo de los aliados, especialmente
Londres) unas condiciones tan favorables que reconvertían su derrota en una
victoria diplomática. Por eso Grecia tiene la soberanía sobre un sinfín de
islas que están a tiro de piedra de la costa turca. Y por eso los problemas de
aguas territoriales y espacio aéreo son aún un conflicto abierto. Como decía
hace unos días en Atenas Giorgios de Lastic, uno de los más brillantes
analistas griegos, "nuestras relaciones fueron dictadas estando Grecia con
los vencedores y Turquía con los perdedores. Por eso no es sino lógico que ésta
buscara después un cambio del statu quo y Grecia se aferrara al mismo".
Y después sucedió aquello de Chipre, un caso más de la
escalada de conflictos que la descolonización trajo consigo. El Sultán en
Estambul, debilitado y en guerra con Rusia, le había cedido la isla a Londres
a cambio de apoyo en su lucha contra Moscú. Nada más llegar los británicos, que
los griegos siempre consideraron su principal aliado, se alzaron las primeras
voces a favor de la Enósis, de la unión de Chipre, con tres cuartas partes de
su población griega, con Grecia. Pero inicialmente eran voces del nacionalismo
griego más o menos académico.
Mientras los británicos fueron los dueños, la mayoría griega
y la minoría turca convivieron sin mezclarse y con creciente tensión debido a
la presión integracionista del nacionalismo griego, que acabó recurriendo al terrorismo.
Pronto habría de agravarse la situación con la independencia. Ésta establecía
en el acuerdo de Zúrich entre Grecia y Turquía en 1959 que el país se
mantendría independiente sin vínculos especiales con otro Estado y
representaciones proporcionales de ambas comunidades. El presidente habría de
ser el arzobispo Makarios y el vicepresidente el líder de la comunidad turca.
Sin embargo, los acontecimientos en Grecia iban a suponer
una nueva amenaza para aquel frágil acuerdo. En 1967 toma el poder una junta
militar en Atenas, y el discurso anexionista en Grecia y entre los
grecochipriotas se intensifica. Makarios, en un principio defensor de esta
unidad, pasa a defender la independencia y por tanto será un traidor para los
combatientes a favor de la Enósis, de la integración en Grecia. Y el 15 de
julio de 1974, la Guardia Nacional, dominada por nacionalistas griegos, da un
golpe de Estado y depone a Makarios. La integración en Grecia a la que se
oponían tanto los acuerdos de Zúrich como la constitución y la minoría turca
era el objetivo. Cinco días más tarde, el Ejército turco desembarca en el norte
del país. Y allí siguen un cuarto de siglo después.
En esta breve historia está la clave de una tensión continua
entre dos Estados, Grecia y Turquía, que en realidad tienen más intereses
comunes que enfrentados. Ahora, la común emoción ante las tragedias comunes
puede convertirse en el catalizador que las libere del terrible lastre del
pasado. "Los turcos, son los turcos, han salvado al niño" es una frase
que se ha instalado en la conciencia popular griega en estos días. Al igual que
los turcos en la devastada región de Izmit no dejan de repetirle al forastero
que "nuestro Estado no había hecho nada aún y ya estaban aquí los griegos
ayudándonos. Nunca lo olvidaremos".
El Estado turco ha alimentado durante décadas la leyenda de
que los turcos no tienen otros amigos que a sí mismos y por eso deben alinearse
incondicionalmente con ese Estado paternal que los protege de las perversas
intenciones del exterior. Ese mito nacionalista ha quedado neutralizado,
probablemente de forma definitiva, si Europa actúa con sabiduría. Como también
ha quedado en desuso en Grecia la constante agitación nacionalista en contra de
Turquía.
El clima es por tanto el ideal para que los políticos de
ambos países tengan el coraje y el patriotismo de osar soluciones que pongan
fin a esta larga historia de desencuentros.
Atenas parece decidida a dejar de ser el francotirador en la
UE. Porque quiere entrar en el club del euro, porque tiene una dirección
política decidida a hacer de Grecia un país que cuente no sólo con fondos
estructurales sino también con el respeto político de sus socios europeos y
porque la propia sociedad griega ya no responde a mensajes primarios con la
alegría con que lo hacía bajo Papandreu padre o Mitsotakis. Kosta Simitis y su
ministro de Asuntos Exteriores, Giorgio Papandreu, tienen otra calidad
política.
Y en Ankara, la transición ha empezado en serio en el
terreno político y en el económico. Ganada la batalla contra el terrorismo
kurdo, parcialmente desactivada la amenaza islamista radical, nunca ha estado
más expedito el camino hacia el Estado de derecho que esa democracia no ha
logrado aún completar. En ambos países hay enemigos de este proceso. Pero la
tragedia de los terremotos ha abierto los ojos a muchos. La reconciliación en
la tragedia es una oportunidad histórica. Todo parece indicar que en Europa hay
conciencia de que no puede desaprovecharse esta ocasión para que caiga el muro
de hostilidad en el Egeo 10 años después del fin del muro de Berlín.
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