Por HERMANN TERTSCH
El País Jueves,
22.10.98
TRIBUNA
En los veinte años de pontificado que ahora cumple Juan
Pablo II ha ganado muchas batallas y perdido alguna. Ha ganado sin duda la
batalla del tiempo, ha superado casi con método estados de peligro de muerte,
ha sobrevivido a dos atentados, incontables operaciones y durante años este
pontificado parecía condenado a entrar en los libros de historia como poco más
que un breve paréntesis de papado no italiano. Ha perdido, al menos de momento
y poco indica que pueda ganarla en vida, su declarada batalla por movilizar a
la sociedad en el mundo desarrollado y de evolución global contra el
pensamiento laico, que considera nihilista y destructivo. Pero su victoria más
rotunda, la que ni siquiera la gran legión de sus críticos y enemigos discute,
está en la desaparición del comunismo leninista de los mapas geopolíticos y de
las opciones políticas y filosóficas posibles. Su papel en el desplome de todo
el inmenso aparato político, militar, administrativo y represivo del comunismo,
forjado a lo largo de siete décadas, convierten a Juan Pablo II en una de las
personalidades más relevantes y excepcionales de este siglo. Es difícil
encontrar a un contemporáneo al que este hombre le sea indiferente. La pasión y
el entusiasmo que despierta entre sus fieles sólo es comparable a la hostilidad
que le profesan sus críticos. Sin él es ya imposible entender las claves de la
historia de este siglo. El hundimiento del comunismo es uno de los acontecimientos
más espectaculares y fascinantes de la edad moderna. También de los más
sorprendentes. Y tal ha sido la influencia y el éxito de Juan Pablo II en esta
increíble empresa -que nadie osaba considerar posible cuando inició su
Pontificado allá en 1978-, que no es de extrañar que en algún momento gozaran
de cierta popularidad las teorías majaderas, surgidas en medios más o menos
vinculados a los grandes derrotados, que vinculaban a Juan Pablo II con
conspiraciones de la CIA u otros poderes oscuros de la guerra fría. A nadie le
gustó en el Kremlin, ni en sus sucursales en las capitales de Europa central y
oriental, que el cónclave tuviera la original idea de nombrar a un polaco para
ocupar la silla de san Pedro. Desde hacía ya varias décadas y pese a la carrera
armamentista, el enfrentamiento ideológico y las continuas guerras por
delegación de EE UU y la URSS en el Tercer Mundo, el concepto de las esferas de
influencia y de la convivencia ideológica estaba firmemente anclado en la
cultura política a ambos lados del telón. Existía una certeza prácticamente
general de que la división del mundo, ante todo de Europa, entre democracias
occidentales con su libre mercado y las llamadas democracias populares con su
economía planificada, era una realidad inamovible al menos hasta mucho más allá
en el tiempo de lo que se podía aceptablemente adivinar, no ya por parte de los
estadistas y políticos, sino por los escritores de ciencia ficción y
futurólogos diversos.
Juan Pablo II acabó muy pronto en el Vaticano con aquella
tácita aceptación de la supuesta "inamovilidad de las realidades",
que condenaba a media Europa a vivir bajo unos regímenes cuya única legitimidad
emanaba de los carros de combate soviéticos y unos regímenes implacables en la
represión y en la mentira. "La verdad os hará libres". Con frases
como ésta, Juan Pablo II no podía esperar muchas simpatías en un mundo cerrado
incompatible con la verdad y la libertad. Tampoco las esperaba.
El Papa polaco se granjeó pronto las iras de Moscú y sus
aliados y de los comunistas occidentales, dispuestos siempre a difamar a quien
denunciara las realidades de aquellos regímenes. Pero también de parte de la
opinión pública en Occidente, que cayó en el error de considerar que la batalla
del Papa en favor de las libertades de los pueblos entonces integrados en el
Pacto de Varsovia, eran tan solo una faceta más del activismo reaccionario que
creían ver en el mensaje general del pontífice. En Moscú vieron pronto el
peligro que suponía este polaco en Roma, especialmente ante la cada vez más
acelerada crisis económica y social en todo el imperio. A estas alturas es
difícilmente discutible que una de sus primeras reacciones de pánico fue el
atentado de la Plaza de san Pedro en mayo de 1981. Para entonces los obreros
polacos ya se habían levantado contra el régimen comunista.
El Papa tuvo suerte entonces, como la tuvo Europa en
general. Con su viaje a Polonia, y su impulso decisivo a los movimientos
populares contra la dictadura, se puso en marcha de nuevo la historia en toda
una gran región europea en la que, al menos desde los acuerdos de Yalta, había
estado paralizada. "El virus polaco", del que hablaban los de Erich
Honecker en la RDA y de Gustav Husak en Checoslovaquia, era en gran medida el
"virus Wojtila". Desde su acceso al Pontificado hasta la caída del
muro de Berlín, todo el terremoto europeo está ligado a este hombre, que asumió
el liderazgo en la batalla contra el fatalismo que condenaba a unos europeos a
ser menos libres que otros.
Casi diez años después de aquello, Juan Pablo II ha
demostrado que es mucho más que el apóstol anticomunista a que querían
reducirle algunos. Su condena al despotismo del dinero que predican los
adoradores del mercado es tan rotunda como la que lanzó en su día contra aquel
dogma filosófico pararreligioso que sojuzgaba a media Europa. Es difícil saber
cual será el calado de su legado doctrinal, que ahora elabora en su nueva
encíclica Fides et Ratio, que revela la inmensa ambición de este hombre tan
contradictorio, en el que la humildad convive con un ansia extraordinaria por
abarcar lo nunca abarcado.
Pero un logro suyo es ya irreversible. Ha dado cumplida
respuesta a Stalin, que en su día respondía a críticas del Vaticano con la
sarcástica pregunta de "¿Cuántas divisiones tiene el Papa"? Este
polaco, que sufrió bajo los dos mayores verdugos de la historia, Hitler y
Stalin, ya se lo ha demostrado: "Más que tú".
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