Por HERMANN TERTSCH
El País Miércoles,
21.04.99
TRIBUNA
La Universidad de Yale ha publicado recientemente un libro
de los que nadie interesado en la historia de nuestro siglo debería
perderse. Battleground Berlin (Berlín, campo de batalla) es una obra
conjunta de David Murphy, jefe de la CIA en Berlín durante la posguerra;
Serguéi Kondrachov, general responsable del departamento de Alemania en el KGB
en aquella época, y George Bailey, durante muchos años director de Radio Liberty,
la emisora que se batía en el éter sobre Europa oriental con los mensajes
ideológicos de los regímenes comunistas. Tres soldados de la guerra fría
investigan, contrastan y relatan los pormenores, muchos hasta ahora secretos,
de la batalla entre dos mundos que se libró en Berlín entre 1945 y la
construcción del muro en 1961. Los túneles y los secuestros de adversarios y
traidores, amenazas y bloqueos, pulsos verbales y armados, desinformación y
propaganda, son las piezas de que se compone este fascinante relato de uno de
los más duros enfrentamientos habidos en la historia entre dos sistemas,
narrado por tres protagonistas que han tenido acceso a gran cantidad de
documentación de ambas partes hasta ahora secreta. El libro es todo él
fascinante y no tiene desperdicio. Pero hay algunas claves que no son de
interés sólo para los aficionados al estudio de aquella época trepidante y
peligrosa en la que, en varias ocasiones, el mundo pareció estar en el umbral
de una nueva gran guerra. Hay pasajes que son una lección para todos en un
momento como el actual, en el que muchos creen que la guerra de los Balcanes
nos sitúa en una situación similar a la habida entonces. La OTAN está en guerra
por primera vez en sus 50 años de vida y Rusia enseña por primera vez los dientes
desde la disolución de la URSS. Hay quienes auguran que la decisión de
intervenir militarmente para poner fin a las matanzas, agresiones y
depuraciones del régimen serbio de Slobodan Milosevic nos sume en una nueva era
de inestabilidad, recelos mutuos y tensión militar.
En 1948, la URSS bloqueó todos los accesos de Alemania
Occidental a Berlín oeste. Cuentan los autores, basándose en documentos
secretos del Kremlin y del KI, comité de información que hasta 1951 concentró
el espionaje y contraespionaje militar y civil soviéticos, que todos los
informes le indicaban a Stalin que la parte occidental de la ciudad caería como
una fruta madura en sus manos. La población pediría la ayuda necesaria para
sobrevivir, suministros de alimentos y combustible, al sector soviético alemán.
Los aliados occidentales se dividirían ante el inmenso reto del bloqueo de
Berlín oeste y aumentarían pronto las voces que calificaran la subsistencia de
aquella isla democrática y capitalista en pleno sector soviético como una aventura
inviable a la que había que renunciar más pronto que tarde. Sacrificar Berlín
oeste por el bien de unas relaciones fluidas con la URSS y sus aliados era un
argumento que se escuchaba en capitales occidentales más de lo que ahora se
quiere recordar. Pero venció la determinación de quienes sabían que la caída de
Berlín en manos soviéticas supondría una derrota de la democracia y la libertad
de consecuencias catastróficas para todos aquellos que luchaban contra el
totalitarismo que había relevado al nacionalsocialismo en el sojuzgamiento de
tantos pueblos.
Y se lanzó el célebre puente aéreo. Durante muchos meses,
más de 1.200 aviones aterrizaron diariamente en los diminutos aeropuertos de
los sectores occidentales. En las condiciones de hace ya medio siglo, se
trasladaban 12.000 toneladas de bienes hasta la ciudad bloqueada. El esfuerzo
económico fue ingente; los riesgos militares, muy grandes. Y las críticas,
cuantiosas, especialmente en Occidente, donde los riesgos de tener que
compartir suerte con unos berlineses entregados a Stalin eran mínimos. Como en
1938 cuando Chamberlain entrega a Hitler los Sudetes, no eran pocos los
inclinados a canjear la libertad o incluso la vida de otros a cambio de algo de
tranquilidad para sí mismos.
Hoy está pasando algo similar en la guerra de los Balcanes.
Todos los que han callado ante los crímenes de Milosevic durante diez años hoy
se apresuran a calificar la intervención armada como criminal o como poco
fracasada y piden un rápido arreglo con el sátrapa de Belgrado. Los que
ignoraron a los 8.000 bosnios ejecutados a sangre fría en tres días en
Srebrenica hoy lloran llenos de ira por unos muertos accidentales en las
operaciones de la OTAN y lanzan tibios lamentos, éstos sí que colaterales, por
el genocidio nada accidental, sistemático y preparado desde hace meses y años
por las fuerzas serbias. Pero es ahora precisamente cuando algunos flaquean y
otros interesadamente quieren otorgar la victoria al agresor y culpable de
todas y cada una de las muertes que se están produciendo, es decir, Milosevic,
su régimen, su soldadesca y sus delincuentes paramilitares; es ahora cuando
hace falta determinación para demostrar la capacidad de defensa de las
democracias que saben que su sistema de seguridad no sobreviviría ni a la
pasividad ante las atrocidades en Kosovo ni a la derrota ante el responsable de
las mismas. Sean bienvenidas todas las iniciativas diplomáticas para que
Milosevic acepte las condiciones, que no pueden ser otras que la retirada de
las fuerzas serbias del Kosovo, el regreso de todos los deportados, el
establecimiento de tropas internacionales para su protección y la
identificación y el juicio de los culpables de los crímenes. Mientras,
lamentablemente, hay que seguir utilizando el único lenguaje que Milosevic es
capaz de entender. El coste es inmenso, como lo fue la defensa de Berlín ante
el bloqueo. Pero, como entonces, la determinación de las democracias es
imprescindible. Hay momentos en la historia que exigen a las democracias
grandes sacrificios para seguir siéndolo. Pero nada vale más la pena.
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