Por HERMANN TERTSCH
El País Miércoles,
01.07.98
TRIBUNA
Como consuelo tras nuestra catástrofe mundialista y remedio
de todo tipo de angustias estivales resulta extremadamente recomendable una
visita a la magnífica exposición de Paul Klee que ofrece durante todo el verano
el Museo Thyssen-Bornemisza en Madrid. El centenar de óleos y dibujos que se
pueden admirar allí componen una maravillosa e inquietante excursión, de mano
del trazo, la forma y el color, por el mundo de la interrogación incesante, ese
recurso humano para el crecimiento íntimo, el arma del alma para acercarse al
misterio de lo intuido. ¡Qué buena terapia es la obra de este gran pintor poeta
para paliar los efectos tóxicos de la ofensiva de certezas ciegas, brutales y
feas de esta cotidianidad nuestra! La lírica interrogante de ojos limpios de
Klee parece más extraña que nunca ahora y en este país, en el que los baremos
de la calidad humana parecen dictados definitivamente por la supuesta valentía
del agresor, la constancia del fanático y la firmeza del irredento.
En la Thyssen-Bornemisza, Klee, un hombre muerto hace ya más
de medio siglo, pregunta en silencio desde todos y cada uno de sus cuadros.
Acompaña al visitante, pregunta a pregunta, subiendo los peldaños en la
escalera de la emoción. Desde sus dibujos eróticos y alegóricos tempranos a sus
óleos misteriosos como la Partida de los barcos, el
conmovedor Embrujado-petrificado o el terrible Muerte y fuego, pintado ya en la
antesala del adiós, Klee sugiere interrogantes para esa expedición por las
sombras que puede ser la vida en busca de Das Wahre, Gute und Schöne (lo
verdadero, lo bueno y lo bello).
Fuera de allí reina otro talante. Un tal Clemente amenaza
con arrancar la cabeza al que ose preguntarle por qué su obcecación ha costado
tantas ilusiones. Un tal Ramírez tacha de montaje un vídeo en el que se le ve
en posturas poco nobles y ensalza como foto histórica una imagen, realizada con
los mismos métodos rastreros, en la que se muestra a una persona en actitud sin
duda más digna que la que a él le fue robada. Unos asesinos, jaleados por unos
e íntimamente consentidos por otros, matan a un hombre en Rentería. A uno más,
por nada y para nada.
Resentidos y ambiciosos utilizan la justicia, la prensa, el
poder político y el dinero, público o de sus accionistas, para difamar,
liquidar o marginar a quienes no consideran obedientes. Mediocres diversos
escarban con entusiasmo en busca de debilidades ajenas para consolarse de las
propias. Orondos fascistas batuecos vomitan su procacidad libidinosa en letra
impresa.
La economía va bien y hasta la natalidad resurge. Y, sin
embargo, el ambiente es, permítanme decirlo, fétido. La cacofonía incesante. La
vida parece ¡tómbola! Todos hablan, nadie escucha.
En el éxito ha estado siempre el peligro de la soberbia y de
la pérdida de esa humildad tan necesaria para ver más allá del espejo.
Últimamente, este riesgo parece emanar también del fracaso, de la contumacia
agresiva. Los reveses personales no parecen tener ya el efecto de incitar a la
reflexión, de llevar a los hombres a cuestionarse a sí mismos, plantearse
opciones para evitar pasados errores, pecados o delitos y buscar, en la
enmienda de sus obras, convertirse en seres mejores. Nadie se hace preguntas en
la ruidosa corte de las respuestas.
Es, qué duda cabe, inútil sugerirles a todos aquellos que
acosan el día a día con sus ruidos y vomitan sobre todo el país sus peores
instintos que se concedan un paseo por el laberinto de interrogantes de Klee.
Porque para adivinar la poesía de la incertidumbre hay que haber salvado a
través de los años de luchas, escaladas, defenestraciones y envidias, al menos
un resto de mirada limpia, libre de las cataratas que brotan de la arrogancia y
la certeza estéril.
Muchos de nuestros conciudadanos más reputados en este patio
de monipodio parecen ciegos desde la infancia. O al menos desde que olieron la
pista para rastrear el éxito. Inasequibles para la duda, triunfan en la cultura
de las respuestas rápidas y contundentes, hirientes como mandoblazos. Sólo cabe
desearles que les aproveche. Y que nunca tengan un arrebato de lucidez que les
haga ver más allá de la imagen que de sí mismos han forjado.
Lejos, muy lejos de la grosera bacanal triunfante, el
laberinto de las interrogantes silenciosas que Paul Klee abre a las emociones
es un refugio fresco del que dan ganas de no salir.
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