Por HERMANN TERTSCH
El País Sábado,
18.09.99
TRIBUNA
Gerhard Schröder, primer canciller socialdemócrata alemán en
más de tres lustros, ha anunciado resistencia numantina contra los adversarios
a su plan de austeridad. Hace bien, aunque todo parezca irle mal en los últimos
meses y más de un compañero quiera hacerse desaparecer de las fotos de viajes
comunes. Es terrible tener que someterse a un calvario electoral como el suyo.
Pero no es inútil. Es, además, imprescindible, y lo saben muchos de los que
cómodamente arropados le han tachado de malo de esta película. Por supuesto
seguirá perdiendo elecciones una tras otra. De momento. Pero no tiene otra
opción. La alternativa es tirar por la borda la gran victoria del pasado año y la
posibilidad de sacar a Alemania de su autoengaño patológico. De momento nadie
parece quererle. Ni su partido, ni el electorado, ni los medios a los que tanto
quiso él, ni la política. No le defiende ni la economía, todos esforzados en no
hacerse enemigos.Y es, sin embargo, Schröder el primer líder político alemán
desde Willy Brandt y antes Konrad Adenauer que quiere reformar sustancialmente,
de forma radical y valiente, la forma de vida de una sociedad que, bajo el
manto de los derechos supuestamente adquiridos, no sabe en qué mundo vive y es
alérgico a las reformas. Alemania vive en el ayer. Helmut Kohl, con todos sus
méritos, no hizo en el terreno de las reformas fiscales y el déficit público
sino convencer a los alemanes de que podrían seguir en el pretérito indefinido.
Schröder tiene ahora la ardua tarea de desmentirle. Y no puede ni debe fracasar
porque lo haría Europa entera. Despotriquen todos sobre sus siempre lamentables
fracasos de comunicación, sobre sus arrogancias personales, sus frivolidades más
o menos manifiestas y su prepotencia pretérita.
Pero lo cierto es que el malo tiene razón. A Schröder,
después de un año de perenne sonrisa, le han salido las arrugas y el rictus
serio del poder lúcido. Y que hoy apuesta menos por ser querido que por acometer
la gran tarea que es poner a una potencia como Alemania en marcha y romper la
maraña legal, administrativa y de obligaciones paternalistas que la tienen
cautiva, paralítica y cuasi insolvente. Los odios los tiene garantizados, y lo
sabe. Entró en la política por vanidad. Schröder nunca lo ocultó. Como otros
líderes en el pasado, ha cambiado de prioridades en su largo caminar hacia esas
metas que justificaban ante sí mismo los ingentes esfuerzos invertidos en la
apuesta. Schröder es, de alguna forma, el ambicioso necesario para que ese gran
país se observe por fin con clarividencia, en sus debilidades y posibilidades.
Éstas son más que aquéllas, siempre que se observen los alemanes con sinceridad
y la generosidad para renunciar a algo de lo mucho que tienen como privilegio y
creen derecho.
Hay una certeza general en Alemania. La tienen asumida
partidos, instituciones, sindicatos e incluso esos gremios que torpedean todo
menos lo que directamente les conviene o, al menos, no les perjudica: Alemania
no puede financiarse como lo ha hecho hasta ahora. Su déficit se ha duplicado
desde 1994. En un lustro, los alemanes han doblado su servicio a la deuda.
Hasta aquí hemos llegado, y quien diga que con parches lo arregla, miente o
yerra. Schröder seguirá perdiendo popularidad y votos hasta que el malhumor de
los alemanes, angustiosamente remisos a todo recorte de protecciones insólitas,
quiera dar paso a la serena lucidez de que la ciudadanía alemana no se ve
abocada a la miseria por unos recortes y una disciplina presupuestaria acorde
con los tiempos y que todos los demás europeos han tenido que asumir partiendo
de peores situaciones. Calificar la política de austeridad de Schröder y su
ministro Hans Eichel de "thatcherismo" es, sencillamente, una majadería.
Alemania no puede hacer de avestruz europea, porque, si así fuera, los demás
quedarían condenados a ser murciélagos.
Schröder sabe que han quedado atrás los tiempos en los que
podía quedar bien con todos. Se le ha agriado la sonrisa. Pero a ciertos cargos
se accede porque se quiere y hay que llegar bien llorado. Al final tendrá el
apoyo de unos cristianodemócratas de la CDU a los que les sobra lucidez y
responsabilidad para saber que tienen que ayudar al actual canciller a imponer
unas reformas que ellos mismos consideran imprescindibles. Schröder debe
aguantar, derrota tras derrota, hasta la victoria final, hasta imponer y
convencer a los alemanes de la necesidad de una modernidad que éstos se
obstinan en rechazar. Los alemanes son diligentes, pero tienden al miedo
existencial ante cualquier cambio. Schröder intenta que lo superen. Esto no le
garantiza el éxito. Pero sí le hace merecedor de mucho más respeto que el que
se le está otorgando.
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