Por HERMANN TERTSCH
Enviado Especial a Tirana
El País Viernes,
29.01.99
REPORTAJE
El país más pobre de Europa no logra liberarse de las
tristes herencias del estalinismo
"Pierda cuidado, el chófer que le ponemos tiene hasta
carnet de conducir". No todas las frases de recepción en la Albania de
este fin de siglo son tan tranquilizadoras. "No alquile un coche, que se
lo roban. No salga de la ciudad sin escolta, que le asaltan. No se le ocurra
pasearse de noche por ahí, que puede ocurrirle una desgracia". Hace tan
sólo 10 años, el Estado lo era todo en el último país estalinista del mundo. No
había automóviles particulares, las fábricas estaban militarizadas, las
fronteras cerradas y quien protestara por algo, por las privaciones,
desaparecía en una compañía de trabajos forzosos. Entonces, el Estado lo era
todo. Hoy no existe, a nada que se aleje uno del centro de Tirana, donde en
torno a los edificios oficiales la Policía y el Ejército mantienen mal que bien
el orden. Ya en los barrios periféricos de la capital, sumidos en la oscuridad
y en el barro y la basura de sus calles sin asfaltar, nadie puede garantizar la
seguridad de nadie, vecinos, comerciantes o visitantes. Las bandas de
extorsionadores se disputan a tiros sus zonas de influencia y las mafias de
traficantes de drogas, de artículos robados en el extranjero o de emigrantes
hacia Occidente, especialmente hacia Italia, dominan pueblos, puertos
adriáticos y hasta ciudades grandes como Shkodra.
Todos ellos son conscientes de su fuerza. El jueves pasado,
en una operación conjunta, carabineros italianos y policías albaneses
capturaron a seis miembros de una organización que está inundando el litoral
oriental italiano de inmigrantes ilegales albaneses y kurdos. Les fueron
confiscadas varias de las lanchas que, con dos poderosos motores cada una,
cruzan el Adriático en apenas una hora y escapan con facilidad a las
patrulleras guardacostas italianas. Al día siguiente, miembros de la
organización secuestraron al comisario jefe de la operación y exigieron que les
fueran devueltas sus lanchas. Con éxito. El domingo ya habían vuelto a su
lucrativo negocio.
Cuando la miseria es tan profunda como en este país, el más
pobre de Europa, el orden sólo lo puede garantizar la disciplina, el terror o
ambos juntos. Han sido muchas generaciones a las que nadie ha pedido nunca
responsabilidad. Se exigía obediencia ciega y nada más. Con gran ingenuidad,
violenta, a veces brutal, muchos albaneses creen que ha llegado el momento de hacer
todo lo posible por hacerse con todo lo que puedan. Poseer es el primer
mandamiento en este país de desposeídos. El segundo, para gran parte de ellos,
es emigrar. Sólo en sociedades tan ingenuas y ayunas de información como ésta
es posible que la población entera caiga en trampas tan transparentes como las
pirámides de inversión que llevaron a casi todo el país a invertir en ellas sus
ahorros. Y su colapso hace tres años estuvo a punto de llevar a los albaneses a
la guerra civil. El trauma del final de aquella gran fantasía del dinero fácil
hizo caer al Gobierno de Sali Berisha, un médico líder del Partido Democrático
que, durante su presidencia adoptó, muy rápidamente los métodos de sus
antecesores comunistas para reprimir a la oposición y dejar manos libres a sus
familiares, amigos y correligionarios para amasar grandes fortunas.
Con su caída tuvo que dejar en libertad al encarcelado líder
socialista Fatos Nano, quien, después de las elecciones, pasó a dirigir el
país. En septiembre pasado, Berisha intentó de nuevo hacerse con el poder, esta
vez por las bravas, con un fracasado asalto armado a las instituciones, después
de acusar al Gobierno de asesinar a uno de sus lugartenientes. Aquello fracasó,
aunque sí trajo consigo la dimisión de Fatos Nano. Hoy, con el primer ministro
socialista, Pandeli Majko, hay sin duda mayores dosis de buena voluntad y
honradez en la cúpula del Estado. Pero esto es a todas luces insuficiente.
Porque no hay mayores cambios, al menos en lo que a la
solución de los gravísimos problemas se refiere. En realidad, los cuadros con
que cuentan ambos partidos sólo se diferencian entre sí por los grupos a los
que son leales, y todos proceden de aquella inmensa máquina de apparátchiki obedientes
que era el Partido del Trabajo de Enver Hoxha. La pequeña burguesía albanesa de
antes de la guerra fue exterminada en su práctica totalidad durante la
dictadura. Los individuos con iniciativa y formación para marcar una diferencia
han resignado en gran parte y han emigrado al extranjero. O se dedican a
expoliar sistemáticamente al Estado y a utilizar la debilidad de las
instituciones para amasar grandes fortunas con negocios semilegales o
abiertamente criminales. Y gastan el dinero fácil en una cotidiana ostentación
de coches, teléfonos móviles, joyas e invitaciones opulentas.
La guerra de Kosovo ayuda mucho en este sentido,
especialmente a las mafias del norte, de la tribu de los gegs, a la que
pertenece Berisha, al igual que los albaneses kosovares. Más aún que en la
retaguardia de otras guerras actúan las bandas armadas, que, so pretexto de la
lucha patriótica, funcionan como ejércitos privados financiados por la
extorsión, las redes de tráfico de emigrantes, de drogas y de artículos,
especialmente automóviles, robados en Occidente.
Los tosks, el grupo étnico del sur, mayoritario en Tirana,
tiene fama de ser más pacífico. Pero en cuestiones de supervivencia, legal o
ilegal, pone el mismo empeño que sus hermanos del norte. Si la policía albanesa
tuviera tiempo y autoridad para controlar los números de motor de los miles de
Mercedes y Volvos que circulan por el país, es más que probable que les
encontraran dueño en alguna ciudad alemana, francesa, italiana o española.
En la Administración la corrupción se presupone, como el
valor al soldado. Y la población común subsiste, nadie sabe cómo, en medio de
la desesperanza, con ansias de huir a algún paraíso occidental.
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