Por HERMANN TERTSCH
El País Sábado,
26.06.99
TRIBUNA
La visita a Pristina del secretario general de la OTAN,
Javier Solana, se convirtió el pasado jueves en un masivo acto de homenaje de
la población kosovar a este hombre que tanta responsabilidad ha tenido que
soportar durante los últimos meses y, visto desde España, en un acto de
desagravio por las muchas mezquindades, cicaterías políticas e insolidaridades
personales que ha sufrido en su propio país, Gobierno y compañeros de partido
incluidos. Su presencia en las calles de la capital de Kosovo y su reunión con
dirigentes de todas las fuerzas políticas y sociales, desde los líderes del
Ejército de Liberación de Kosovo (ELK) hasta los obispos ortodoxos serbios, son
una prueba del éxito del despliegue de la OTAN. Las represalias que se están
produciendo, con algunos asesinatos y la quema de casas serbias, son una
expresión mínima de violencia tras la orgía de sangre y fuego practicada por
las fuerzas serbias. Ahora es imprescindible avanzar rápidamente en el
establecimiento de una administración civil. En Serbia, sin embargo, la
asignatura pendiente es otra, y no podrá ser impuesta, aunque sí facilitada
desde fuera. El derrocamiento de Slobodan Milosevic sólo es parte de la misma.
Tiene razón Vetton Surroi, muy probablemente el líder más prometedor del nuevo
Kosovo, cuando, en una entrevista en este periódico, dice que, aunque no puede
haber castigo colectivo, "sí hay una responsabilidad colectiva" y que
"el fascismo sólo existe si tiene una base social". "Los serbios
tienen que mirarse al espejo" y enfrentarse a la llamada "cuestión
serbia". Porque es un hecho que estos diez años de nacionalismo
institucional, adoración del mito pseudohistórico y el odio a todo lo no serbio
han tenido efectos perversos sobre amplias capas de la sociedad serbia. El
victimismo propio del nacionalismo ha llevado a la sociedad serbia a ser
prácticamente inmune a cualquier sentimiento de culpa o de compasión hacia las
víctimas asesinadas en su nombre.
Así, la mayoría de los serbios perfectamente decentes e
incapaces de infligir mal a nadie han permanecido indiferentes a las tragedias
que Milosevic ha desencadenado contra los pueblos vecinos. El único dolor que
parece haber existido para ellos es el que, como resultado de las aventuras
criminales de su régimen, ha acabado alcanzándolos. Salvo algunos minúsculos
grupos como las Mujeres de Negro contra la Guerra, nadie, ni en la oposición ni
en la Iglesia, ha levantado durante todos estos años su voz para condenar los
crímenes de sus tropas y bandas armadas contra los pueblos vecinos.
Por eso los cambios en Serbia han de ir mucho más allá de la
caída de la camarilla mafiosa que Milosevic ha elevado a la cúpula del Estado.
Al igual que en el proceso de desnazificación de la población alemana tras
1945, los serbios, y especialmente las nuevas generaciones, habrán de verse
forzados a enfrentarse a los hechos cometidos en nombre de su pueblo. Será un
proceso largo al que se resistirán los muchísimos individuos implicados en los
crímenes y los muchos más que comprendieron y toleraron o se beneficiaron de
los mismos. Habrá que sustituir los libros que describen un mundo absurdo de la
hegemonía de la sangre por otros que expliquen la historia, incluidos estos
trágicos capítulos aún por concluir. Habrán de surgir nuevos líderes que crean
y defiendan la sociedad abierta y sustituyan a los actuales, en el Gobierno y
en la oposición, surgidos de la tradición oscurantista, nacionalista y
oportunista de los aparatos comunistas balcánicos.
Será difícil, pero no es imposible. Países vecinos con más
dificultades iniciales y menos sociedad formada e ilustrada como Rumanía o
Bulgaria, o la propia Macedonia, lo han logrado. Para ello será imprescindible
que Serbia vuelva a ser un país en el que merece la pena vivir para los
centenares de miles de jóvenes académicos y estudiantes, de todos esos serbios
educados y capaces que han huido en los últimos diez años del reino de la
selección negativa impuesto por Milosevic. Lo primero es saber a Milosevic y a
su banda ante el Tribunal Internacional o en una cárcel serbia. Después
comienza la larga marcha hacia una Serbia libre, integrada, hacia una sociedad
que se vea a sí misma como una más, en plena igualdad y reconciliada con su
historia y sus vecinos.
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