Por HERMANN TERTSCH
El País Jueves,
26.08.99
TRIBUNA
No suelen ser los veranos en la política internacional tan
apacibles como sugieren tantos torsos desnudos, bermudas y pareos oficiales en
nuestras playas nacionales. Y no por óperas bufas como las que sufrimos ahora
en nuestras ciudades africanas. Muchas guerras y conflictos, más o menos
serios, muchas conmociones en este siglo, han sido, algunas no casualmente,
estivales. Ahora se cumplen diez años de un verano milagroso que decidió la
suerte de Europa y en el que se gestó el terremoto político más intenso del
siglo. Sólo otro verano, el que se abrió con un aciago 28 de junio de 1914,
triste día de San Vito, puede compararse al de 1989 en las consecuencias que
habría de tener para la vida de los Estados y las gentes del Viejo Continente.
Entonces, hace ya 85 años, el asesinato del archiduque Francisco Ferdinando a
manos de un airado joven nacionalista serbobosnio, Gavrilo Princip, lanzaba a
toda Europa, y después al mundo, a la Gran Guerra. Junto a millones de jóvenes
murió en ella el orden internacional posnapoleónico vigente desde el Congreso
de Viena y con ella fue sepultada la civilización europea del siglo XIX. En el
verano de 1989, la revolución democrática en el este de Europa dinamitó los
últimos vestigios de aquella inmensa tragedia que fue aquella primera contienda
mundial, que dio comienzo al largo vía crucis europeo por fascismo, nazismo,
comunismo, Segunda Guerra Mundial, Holocausto, Yalta y el secuestro de pueblos
enteros. El XX ha sido inmensamente trágico y sangriento en Europa. Y eso que
ha sido un siglo corto, de 75 años, de verano a verano, 1914-1989.
Mucho tardaron los políticos, los analistas y la ciudadanía
europea en percibir el tremendo calado y las entonces casi inconcebibles
consecuencias de los acontecimientos del caluroso verano de 1989. Para la
inmensa mayoría de los observadores, los centenares y después miles de jóvenes
alemanes orientales que habían aprovechado sus vacaciones en países hermanos socialistas
-los únicos a los que podían viajar- para intentar forzar su huida a Occidente
no eran sino el reflejo de una crisis más de las muchas que habían sacudido a
los regímenes comunistas a lo largo de su historia.
Todo comenzó en Budapest. A primeros de julio, ya estaba
claro que una multitud de alemanes orientales había decidido no regresar a su
país una vez finalizadas sus vacaciones de verano y caducado su permiso de
viaje a Hungría. Era una situación más que insólita. Miles de jóvenes prusianos
y sajones habían resuelto desobedecer a su Estado, levantarse abiertamente
contra las normas, no reincorporarse a sus trabajos.
Los motivos eran muchos. Las cada vez más rápidas reformas
democratizadoras en Polonia y Hungría habían sido tajantemente condenadas por
el régimen de Erich Honecker. Mientras en dichos países el partido comunista
dialogaba ya abiertamente con las fuerzas de la oposición para implantar una
democracia multipartidista, Berlín Este había advertido con sorda arrogancia
que era mucho más partidaria de una solución china "a lo Tiananmen"
que de cualquier concesión al pluralismo. Hacía sólo dos meses que el Ejército
chino había aplastado a sangre y fuego al movimiento estudiantil en Pekín. Y el
13 de agosto, aniversario de la construcción del muro de Berlín, máximo símbolo
de la represión de las libertades en el Este, Honecker había asegurado que el
muro seguiría existiendo cien años después. Pronto se demostraría lo mucho que
se había equivocado también en esto aquel mediocre anciano.
En Praga subsistía un régimen dirigido por otros mediocres
aparatchiks como Gustav Husak y Milos Jakes. Era por entonces ya el único país
que Berlín Oriental consideraba fiable, por lo que permitía que sus ciudadanos
viajaran allí sin permiso especial ni visado. Como un reguero de pólvora se
extendieron por Alemania Oriental las noticias de que muchos compatriotas
estaban en Hungría ante la Embajada de la República Federal de Alemania a la
espera de emigrar a Occidente y que el Gobierno húngaro había anunciado que no
adoptaría medidas represivas contra ellos. La cohesión política y la
cooperación en la represión entre los aún miembros del Pacto de Varsovia había
muerto. Miles de alemanes orientales decidieron que había llegado el momento de
dar la espalda a la resignación. Hicieron un ligero equipaje y pusieron rumbo a
Checoslovaquia en sus coches, en trenes y autobuses. Las calles de Praga
comenzaron a inundarse de alemanes orientales que no eran simples turistas.
Habían salido de la RDA para no volver. La mayoría quería llegar a Hungría. El
régimen checoslovaco podía entregarlos a la policía de su país. El húngaro ya
había prometido no hacerlo. Pero el viaje era difícil y peligroso. Algunos
murieron ahogados intentando cruzar las poderosas corrientes del Danubio, frontera
natural entre Eslovaquia y Hungría. Por eso, varios centenares decidieron
buscar territorio occidental en el corazón de Praga y asaltaron la Embajada de
la RFA, un bello palacio que fuera de la familia Lobkovitz en la Mala Strana,
cerca del puente de Carlos.
La policía checoslovaca reaccionó después de la inicial
sorpresa con un despliegue masivo en torno a la embajada. Allí me encontré a
Kai, un joven de Turingia que rondaría la veintena. Estaba llorando y chillando
a un policía para que le dejara entrar en "la embajada de su país".
El agente estaba pidiendo refuerzos para detenerle. Lo cogí del brazo y me lo
llevé a una cervecería cercana. Le convencí de que intentar entrar en la
embajada era la mejor forma de ser entregado a la policía alemana oriental en
la frontera. Durante una semana, Kai durmió en mi coche, aparcado detrás de mi
hotel, el U Tri Pstrosu (las tres avestruces), en su día una de las tabernas
favoritas del célebre soldado Swejk. Las últimas tres noches tuvo que compartir
el coche con una pareja de las inmediaciones de Dresde. Escuchaban todos ellos
entusiasmados cómo, apenas diez días antes, habían observado el manifiesto
desinterés de los policías húngaros por capturar a alemanes orientales que, a
plena luz del día, corrían por los campos de Sopron hacia la frontera
austriaca. Los tres llegaron a Hungría y días después no tenían ya siquiera
necesidad de correr. El Gobierno de Budapest, con Gyula Horn a la cabeza,
decidía abrir la frontera con Austria.
Aquel día de agosto, millones de europeos que habían crecido
en la resignación de creer inmutable la división del continente comprendieron
que, como había dicho nada más llegar a Roma el papa polaco Juan Pablo II, la
historia no había acabado con el secuestro de sus países a manos de Stalin tras
la Segunda Guerra Mundial. La historia se había vuelto a poner en marcha tras
décadas congelada en la guerra fría. El proceso era ya imparable. El día 20 de
agosto eran los checoslovacos los que salían a la calle, y no dejarían de
hacerlo hasta acabar en una semana con el régimen y aclamar a Václav Havel como
líder indiscutido. Días después, Jiri Dienstbier y el alemán Hans Dietrich
Genscher cortaban juntos el alambre de espino en la frontera común. El orden de
Yalta había fenecido. Los patéticos esfuerzos de los regímenes comunistas en
Berlín Este, Bucarest y Sofía por ignorarlo no cambiaron en nada su suerte. Ya
estaba echada. Uno tras otro fueron cayendo, después de aquel verano milagroso,
en la basura de la historia.
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