Por HERMANN TERTSCH
El País Miércoles,
31.03.99
TRIBUNA
La tragedia es inmensa. Mucho mayor de lo que pretende ese
líder comunista español que hace un par de días, y en pose de patética
caricatura bolchevique, arengaba en contra de la OTAN a unas docenas de
futbolistas serbios millonarios en las calles de Madrid. Si todos los que hoy
se sienten indignados contra el supuesto militarismo de la OTAN y su
intervención militar contra el régimen de Belgrado, se hubieran movilizado la
mitad de airados que ahora contra el crimen sistemático de que es víctima la
mayoría albanesa en Kosovo, quizás no hubiéramos llegado a estos momentos
trágicos que, sin duda son un punto de inflexión en la historia contemporánea
de Europa. Las emociones de aquellos que ven como su país está siendo
bombardeado son lógicas y respetables. Incluso si algunos reconocen, con
desprecio, que las únicas muertes que les importan son las suyas. Lógicos, pero
nada respetables, son los intentos de políticos e intelectuales no serbios de
utilizar a los muertos de los Balcanes para hacer abono contra la Alianza
Atlántica en su propia inanidad política. Sobre todo porque los muertos en su
inmensa mayoría -nadie se atreve a decir aún en qué medida y da miedo
pensarlo-, son víctimas, no de la OTAN sino de aquellos a los que estos grandes
teóricos del soberanismo y el derecho internacional consideran ser el objeto de
agresión y que ya no son más que matarifes medievales lanzados a una orgía de
exterminio de la población civil albanesa.
La OTAN habría estado encantada si el primer ministro ruso,
Yevgueni Primakov, hubiera logrado con su viaje de ayer a Belgrado que
Milosevic accediera a parar el genocidio en marcha en Kosovo y aceptar unas
condiciones similares a las del plan de Rambouillet que, dado lo sucedido, son
ya las mejores que puede esperar. Habría sido mucho más de lo que el propio
Primakov y el presidente Borís Yeltsin habían logrado en los últimos meses.
Porque si Rusia se siente indignada por la operación de la OTAN cuyo objetivo
es poner fin al genocidio, también lo está por la frustración que ha producido
en Moscú la nula influencia que ha podido ejercer sobre Milosevic para que
firmara el acuerdo de Rambouillet y adoptara una postura mínimamente
civilizada.
Las manifestaciones de Primakov al salir de Belgrado,
diciendo que Milosevic estaría de acuerdo en volver a negociaciones siempre que
la OTAN suspenda los combates son, por decirlo de una forma cauta, un poco
menos que nada de nada. Primakov vuelve a salir humillado de la casa del
hermano pequeño de los rusos, Serbia, a su vez convertida en rehén por su
dirigente, Milosevic. Rusia por tanto no ha podido convencer, obligar ni
disuadir a Milosevic en nada, por mucho que sus ministros y Primakov a la
cabeza recurran a eufemismos diplomáticos. Y la exigencia añadida de suspensión
de las sanciones no es sino un sarcasmo que Milosevic añade al patético
equipaje que el primer ministro ruso saca de Belgrado.
Rusia ha fracasado y, por desgracia, es la hora de las
armas. Lo será mientras Milosevic no acepte acabar con las matanzas en Kosovo,
aceptar todos los términos políticos del acuerdo de Rambouillet y asumir el
permanente despliegue de la OTAN en la provincia como fuerza garante. Cuando
este drama termine, es difícil ya imaginar que Milosevic, responsable directo
de las muertes en Kosovo, pueda estar en disposición de negociar nada. Cada día
que pasa está más lejos de la mesa negociadora y más cerca de un puesto
privilegiado en un tribunal de criminales de guerra y genocidas que, tarde o
temprano, habrá de formarse para rememorar y perseguir los terribles
acontecimientos de estos días.
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