Por HERMANN TERTSCH
Enviado Especial a Tegucigalpa
El País Miércoles,
25.11.98
El Ejército hondureño ya no busca cadáveres, espera a que
salgan de las aguas. Su prioridad es la pestilencia
Al final apareció la familia Hernández Vázquez, ocho de sus
miembros desaparecidos el día 1 de noviembre en el barrio El Mineral de la
aldea Las Minas, en la región de El Progreso. Son siete menos en la larga lista
de desaparecidos en Honduras a causa de las lluvias torrenciales causadas por
el huracán Mitch. Pero son siete muertos más. Fue una tarea difícil y
penosa sacarlos del barro una vez localizado el lugar, ladera abajo, hasta el
que los había arrastrado la avalancha de agua, lodo y piedras, con los restos
de su casa y sus escasas pertenencias. Allí estaban Fidel y Demetria, sus hijos
Simón y Dilcia, su nieto de 20 días, su sobrina Elsa Marina y los dos hijos de
ésta, Cristina y Carlos, de dos y cuatro años respectivamente. Los cadáveres
estaban tan descompuestos que amenazaban con quebrarse cuando los miembros del
equipo de rescate estiraban de sus brazos y piernas para extraerlos de aquel
fétido puré en el que habían muerto hace más de 20 días. Falta por encontrar a
uno de la familia. Debe de estar unos metros más abajo o más arriba, entre los
centenares de toneladas de fango.
El único superviviente, Estanislao, Tanito, participó
en las tareas en medio de un hedor tan penetrante que hacía irrespirable el
aire aun a 50 metros de los cadáveres reaparecidos. Él y sus hermanos intentaron
convencer a su padre de que tenían que huir ante la violencia de las aguas que
caían barranco abajo. Pero Fidel, que había construido aquella chabola con sus
propias manos, se negó a abandonar lo único que poseía.
Centenares de miles de centroamericanos construyen sus
míseras casas en barrancos porque son las únicas tierras en las que, aun
ocupándolas ilegalmente, nadie se preocupará de echarlos. Así murieron muchas
de las víctimas en Honduras. Familias enteras se negaron a obedecer a los
reiterados llamamientos a abandonar sus casas a pesar de que el agua subía sin
cesar y que el ruido atronador de las laderas derrumbándose ya se podían oír
por toda la ciudad. Allí se quedaron protegiendo sus míseros enseres, por miedo
a que en su ausencia se los robaran.
Aun hoy, el Ejército hondureño los busca por las aguas
estancadas frente al barrio de Los Dolores. En una zodiac, con una sierra
mecánica, un oficial y dos soldados cortan allí ramas y troncos para intentar
que el agua fluya y baje su nivel. "Así, si el agua se mueve, el lodo
soltará los cadáveres que haya aquí abajo. Pero ya no buscamos. Cuando salgan
los sacaremos. Lo importante es que se vaya la pestilencia. Hay gran peligro de
enfermedades, de dengue, de todo. Y la gente no colabora. Mire, allí siguen
tirando basura al agua". En realidad, por la zona todo es ya basura. En el
barro se pudren todo tipo de materias orgánicas y los suelos demuestran que
muchos ciudadanos de Tegucigalpa ya no tienen dónde defecar sino en la calle.
Todos los sentidos hacen del paisaje de la capital hondureña el escenario de un
mal sueño.
Aunque hay solidaridad y muchos se obligan diariamente a la
esperanza, ayudan a los demás y agradecen una ayuda internacional ya muy
visible en la ciudad. En los barrios céntricos, el Ejército y brigadas de
estudiantes retiran con excavadoras los escombros enlodados y malolientes de
casas que han caído como si hubieran pasado por encima varias unidades de
carros de combate. También trabajan desaforadamente los grupos de mujeres y
niños que, pese a todas las advertencias sanitarias de las autoridades,
escarban en las montañas de basura, barro y harapos que los camiones de
limpieza descargan en solares de los barrios periféricos. Es, dicen los
expertos, la mejor forma de coger el dengue y la leptospirosis que ya han
causado varias muertes. Miedo hay también al cólera y a las enfermedades de la
piel que han de proliferar ante el colapso total del sistema sanitario.
Los empresarios hondureños piden "cordura" para
que no se repitan los intentos de saquear las fábricas que se han visto en
varias localidades del país. Algunos de los millonarios hondureños se hacen
fotografiar por los periódicos de su propiedad entregando sacos de cereales a
los damnificados. Y en los albergues de refugiados la situación es cada vez más
tensa. Quienes ayer daban gracias a Dios por haber sobrevivido ya están
dedicados al cultivo del agravio real o imaginado. Muchos han abandonado ya los
refugios para irse a habitar entre los cascotes y la mugre que queda en lo que
fue su casa.
En el Country Club este fin de semana los socios han jugado
al golf como si nada hubiera pasado. El césped está intacto. Más fresco si
cabe. A pocos centenares de metros, la parte norte del mísero barrio de Belén
se ha desmoronado, barranco abajo. Familiares de desaparecidos aún buscan allí
a sus gentes. Pero que nadie piense que estos dos mundos puedan entrar en
conflicto. Los separa una de las principales arterias de entrada a la capital,
y se llama el Bulevar de las Fuerzas Armadas.
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