Por HERMANN TERTSCH
Enviado Especial a Kükes
El País Domingo,
31.01.99
REPORTAJE
Las matanzas serbias no hacen sino convencer a los últimos
indecisos de la necesidad de conquistar por la fuerza un Estado que no vuelva a
estar a merced de Milosevic
"Si das un par de pasos más, disparan. Quizás sólo para
asustarte, porque estás aún en territorio albanés". Para hacerse notar
entonces, deduce el forastero advertido por el guardia fronterizo albanés. En
todo caso, prefiere no poner a prueba el humor y la puntería de los soldados
serbios que lo vigilan con sus prismáticos desde un puesto de observación sobre
unas rocas a unos 300 metros. Han disparado varias veces en las últimas
semanas. Y no sólo con armas ligeras. También han caído en la cercanía, en zona
albanesa, algunas granadas de artillería. "Sin motivo aparente, para
provocar, se supone, o cuando están enfadados o borrachos", asegura un
oficial del Ejército albanés en la vecina ciudad de Kükes.
El puesto fronterizo de Vrbnica, entre Albania y Yugoslavia,
está abandonado y cerrado. Como tantas otras veces desde que aquí se dibujó una
frontera, especialmente cuando en 1948 se enfadaron seriamente y para siempre
los viejos camaradas Tito y Enver Hoxha, las relaciones entre los dos Estados
son hoy tan gélidas como el viento que sopla a través del estrecho valle del
río Beli Drim, entre altísimas montañas. Las laderas son tan empinadas, allí
donde no son paredes rocosas desnudas, que sorprende cómo se agarran al suelo
los pinos que las cubren.
El silencio sólo es interrumpido en ocasiones por
conversaciones a gritos en "el otro lado". Voces en serbio
procedentes de una trinchera. "Aquí abajo", a 1.300 metros sobre el
nivel del mar, "hay mucha visibilidad y [los serbios] consideran que se
bastan con unas baterías y unos soldados para evitar cualquier paso de los
hombres del ELK", dice en referencia a los guerrilleros del Ejército de
Liberación de Kosovo. "Pero los del ELK no pasan por aquí, pasan por allí
arriba", dice señalando las cumbres nevadas y envueltas en niebla de la
sierra de Has, en el noroeste de Albania. Por las cotas más altas, a más de
2.000 metros, en estos últimos días, con la nieve hasta la cintura, cruzan a
diario en ambas direcciones las columnas del Ejército de Liberación de Kosovo.
En estas fechas, y tras las intensas nevadas de los últimos días, cruzar estas
montañas parece una empresa imposible. Lo es para los refugiados kosovares,
para las mujeres, ancianos y niños que han huido a los bosques kosovares ante
las nuevas ofensivas serbias y las operaciones de castigo y represalia contra
la población civil, como la de Racak hace 15 días, en la que murieron 45
personas, o la del viernes pasado en Rugovo. No están llegando estos días
refugiados ni a Kükes, ni a Bajram Curri, ni a Tropoje. La mayoría de los
aterrorizados civiles albaneses que subsisten en las montañas saben que no
lograrían acabar la travesía. Aun así, en cotas más bajas ya han muerto de frío
varios niños. Y en primavera con seguridad se encontrarán más cadáveres de
quienes por miedo a morir bajo las balas de la milicia serbia fueron a morir de
hambre y frío en algún bosque de la sierra de Has, Tropoje o más al oeste, en
las bien llamadas "montañas malditas" (Bjeshkët e namuna).
Pero los guerrilleros del ELK, hombres jóvenes de monte en
su mayoría, cuentan ya en Kükes muy abiertamente que tres días antes habían
tomado café con sus primos en Djakovica. Saben lo que se juegan. Pero todos
asumen las muertes, la propia y la de los compañeros, como un coste que están
muy dispuestos a asumir. Las matanzas que organizan las fuerzas serbias no
hacen sino convencer a los últimos indecisos de la necesidad de conquistar por
la fuerza un Estado que nunca vuelva a estar a merced de Serbia, y
especialmente de Slobodan Milosevic. Demasiados años, una década entera, los
albaneses kosovares mantuvieron una resistencia absolutamente pacífica contra
los abusos sistemáticos, la represión brutal y la segregación racial del
régimen de Milosevic en una tierra, Kosovo, donde los albaneses son más del 90%
de la población. Pero a nadie les interesó su causa, dicen. "Nadie nos
defendió. No molestábamos, y que Serbia nos tratara como a perros, tampoco
molestaba al mundo", dice Agim. Es un oficial, pero, como todos los
hombres del ELK, no se deja ver en su uniforme cuando se encuentra en público
en territorio de Albania. Se trata, obviamente, de un acuerdo tomado con las
autoridades de Tirana para no comprometer al Estado albanés.
Ya no son los combatientes kosovares los ilusos campesinos
locuaces, desorganizados y mal armados que comenzaron a luchar el año pasado
con las primeras armas llegadas de los asaltos a los arsenales que se
produjeron durante los graves desórdenes habidos en Albania en marzo de 1997.
Hace ya meses que no dependen sólo de aquellas armas. Ya están bien instalados
en el mercado de las armas modernas. Y ya no hablan como antes. Hoy sólo se
identifican con un nombre, sin apellido, no hablan de sus campos de
entrenamiento en las montañas que están "ahí arriba, da igual a qué lado
de esa frontera, porque todo es Kosovo". Y es que las regiones de Kükes,
Tropoje y Bajram Curri son también Kosovo, y sus habitantes se consideran
kosovares. En esta región, el único resto del Estado que aún funciona es, y muy
limitadamente, el Ejército. La población sobrevive y tiene todas sus esperanzas
puestas en que caiga o se abra la frontera que lo aísla de su espacio histórico
natural de comercio y convivencia. Y está dispuesta a hacer lo posible por
ayudar a las fuerzas kosovares a conseguirlo. "Muerte a los agentes del UDB", Roffte UCK (viva el ELK) son los lemas omnipresentes en
las fachadas de la ciudad.
Como dice Sule, nacido en Kükes pero con gran parte de su
familia, de su clan, en Prizren, "aunque quisiera, Tirana no podría acabar
con nuestro apoyo a su lucha. No seremos más leales a los albaneses del sur y
al Gobierno que a nuestras familias". Kükes está a menos de una hora de
Prizren por la carretera hoy cortada en aquel puesto fronterizo de Vrbnica.
Albania está a siete horas por una estrecha carretera de alta montaña, siempre
nevada o helada en invierno, cuyas cunetas están adornadas por centenares de
lápidas y flores de plástico en recuerdo de quienes cayeron por sus tremendos
acantilados. Incluso en la época más dura de enfrentamiento entre Tito y Hoxha,
todo el mundo aquí vivía del contrabando y visitaba a sus familiares al otro
lado. Tirana es otro mundo.
Armas para todos
En esta región, todos están armados y nadie sueña con
entregar las armas a cambio de proyectos de infraestructura, como están
haciendo en el sur muchos albaneses en el marco de un programa de las Naciones
Unidas. "Todos tienen armas y, si acaso, quieren más para pasarlas al otro
lado", dice Aslan, jefe de policía que, más que perseguir a las bandas
armadas que existen en toda retaguardia de guerra, se concentra en mediar en
litigios y limitar daños en posibles enfrentamientos. Mientras habla en el café
del hotel Gjalica, en Kükes, suena fuera una larga ráfaga de Kaláshnikov. Nadie
se inmuta y él sonríe. "Eso es uno que ha perdido en el bingo que hay
enfrente. A la hora del cierre, siempre hay alguno enfadado". Fuera, grupos
de jóvenes de paisano salen de los cafés que están cerrando y se montan en un
sinfín de coches todoterreno que no parecen precisamente producto de una
donación, al menos voluntaria. Los oficiales del Ejército albanés, cuyos
grandes jeeps Chrysler sí son una donación norteamericana, los despiden
cordialmente. Ni unos ni otros creen que habrá jamás paz con Milosevic. La
lucha continúa.
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