Por HERMANN TERTSCH
El País Lunes,
07.12.98
TRIBUNA
Decía Alexander Mitscherlich, uno de los sabios buenos
alemanes de este siglo, que las sociedades incapaces de guardar luto por sus
propios muertos o los que fueron sus víctimas están condenadas a vivir bajo un
trastorno en su subconsciente colectivo. Esta disfunción hace imposible el
desarrollo sano de la sociedad y es caldo de cultivo de nuevos trastornos y,
por tanto, de nuevos conflictos. La falta de expresión del luto, la ocultación
y represión del dolor, pero también la ausencia del arrepentimiento de quienes
tuvieron alguna responsabilidad en la generación del mismo, ahogan la
sensibilidad y suponen siempre una automutilación espiritual de la sociedad en
general. Es necesario el reconocimiento de la culpa y el lamento por la misma
para pasar página, en el mejor sentido de la palabra, para afrontar el futuro
con el pasado asumido como lección y no como carga. Mitscherlich se refería a
los alemanes y al Holocausto y sus palabras no gustaron en su día a todos
aquellos que querían afrontar la posguerra como si nada hubiera pasado, como si
el nazismo hubiera sido un mero tropezón político. Pero su diagnóstico parece
aplicable a muchos otros silencios supuestamente oportunos, a tantos otros
sobreentendidos u olvidos tácitamente acordados. Estas formas de ocultación
colectiva de realidades del pasado pueden ser justificadas políticamente con
mucha facilidad. Y son muy populares por el lógico anhelo de armonía que toda
sociedad siente. A la larga, sin embargo, suelen vengarse, y especialmente en
quienes más beneficiados se creyeron por los silencios.
Todos los Estados suelen tener cadáveres en sus armarios.
Pero que ocultáramos a muchos de los acumulados en la larga historia de enfrentamiento
civil en España porque su exposición podía hacer naufragar nuestra andadura
democrática, no justifica que escondamos ahora a los muertos de la democracia.
Entonces no podíamos; hoy, sí. Chile no podía hasta ahora, probablemente pronto
pueda. Y la labor, siempre ingrata, de recuerdo de los muertos y demanda de
arrepentimiento como condición necesaria para toda reconciliación es
imprescindible. Por justicia hacia los muertos, pero por responsabilidad hacia
nosotros mismos ante todo.
Y aquí parece haber una enorme prisa por "olvidar lo
pasado" e integrar, cuando no complacer, a unos verdugos y a sus
cómplices, que no han pronunciado una sola palabra de arrepentimiento o
compasión hacia sus víctimas. A éstas las mataron porque había que matar de cuando
en cuando, para demostrar así la vigencia del "conflicto". Por lo
general, después de muertos eran calumniados por los verdugos y sus comparsas.
Y más adelante eran olvidados. Ahora, cualquiera diría que incluso su recuerdo
es un molesto obstáculo que algunos quieren poner a esa paz ofrecida por ETA.
Está claro que las víctimas del terrorismo que aún viven, es
decir, los supervivientes mutilados y los familiares traumatizados, no pueden
ser un obstáculo insalvable para la paz. No lo pretenden. Toda sociedad tiene
el derecho y el deber de actuar y decidir por el bien de los vivos y de las
próximas generaciones. También es cierto, y algo han hecho en este sentido los
últimos Gobiernos de España, que los mutilados, los huérfanos, las viudas,
necesitan la ayuda de la sociedad y, por tanto, del Estado para paliar sus
sufrimientos y sus carestías. Pero da la desagradable sensación, desde que los
asesinos han ofrecido condicionalmente dejar de asesinar, indefinida que no
definitivamente, de que con unas pocas indemnizaciones nos podemos deshacer de
un capítulo que no conviene recordar. Como siempre suele suceder, los más
interesados en olvidar a los muertos son quienes viven políticamente de
erigirse ellos en víctimas. A alguno le "resbala" que le acusen de
equiparar a víctimas y verdugos. Por mucho que así sea, tendrá que seguir
oyéndolo. Y tal expresión no es sino una prueba más del desdén de ciertos
sectores nacionalistas hacia todas las sensibilidades que no comulguen con su
fantasmal retórica de derechos históricos colectivos. En el gran libro de los
terribles agravios históricos que se han inventado como historia de Euskadi y
de España, las víctimas de ETA no son sino una prueba más de la existencia del
enfrentamiento entre la buena tribu que se defiende y el pérfido invasor que
agrede. Pedir respeto a las víctimas, demandar arrepentimiento a los verdugos,
equivaldría a negar la esencia misma del conflicto. Nadie debe esperar tanto de
quienes basan su identidad en el mismo.
No se trata de polemizar con ellos. Pero sí de evitar que el
envilecimiento intelectual acabe siendo lo políticamente correcto para toda la
sociedad vasca y española. El respeto y recuerdo a los muertos y la exigencia
de una asunción de culpa como paso previo al perdón no son demandas que puedan
torpedear ninguna pacificación. Asumir mentiras y ocultar verdades como
condición para evitar nuevos crímenes es, por el contrario, un camino seguro
hacia la perversión de la paz a construir. La sociedad que lo acepte estará
inerme ante las amenazas y los caprichos de los criminales, nuevos o viejos, de
estas o próximas generaciones.
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