Por HERMANN TERTSCH
El País Miércoles,
30.12.98
TRIBUNA
Todo el mundo está muy ocupado durante estas fechas tan
señaladas. Los más afortunados celebran las Navidades; los cooperantes ayudan
en Centroamérica; Bill Clinton bombardea a los iraquíes, siempre bombardeados
por Sadam Husein; los republicanos bombardean a Clinton; los europeos se
regocijan con la moneda única y los rusos redescubren su entusiasmo por los
pogromos contra los judíos como consuelo ante la depresión y la penuria que
padecen. Tan sólo Slobodan Milosevic parece tener tiempo de hacer varias cosas a
la vez. En los últimos meses ha aplicado algunas de las pocas medidas que aún
quedaban pendientes para hacer de Serbia un país nacionalsocialista de manual.
Y de paso se ha permitido molestar un poco durante las Navidades católicas con
una pequeña ofensiva en Kosovo, eso sí, con armas pesadas para dejar claro que
violaba todas las condiciones del alto el fuego impuesto en octubre, como si
necesitara demostrar de vez en cuando su capacidad de tomar el pelo a la
comunidad internacional.
En enero, durante las Navidades ortodoxas, posiblemente
lance otra ofensiva contra unos cuantos pueblos albaneses, mate a unos cuantos
civiles o "terroristas", destruya más casas y desplace a más gente,
esta vez como celebración de fecha tan señalada.
Pero con ser triste que el último sátrapa de los Balcanes se
ría impunemente una y otra vez de la comunidad internacional, esto ya no
resulta ninguna novedad y a nadie puede sorprender. Bastante más significativo
es lo que está sucediendo en Serbia ante la indiferencia exterior y la
impotencia de los divididos, aislados e intimidados sectores democráticos que
aún quedan en aquella maltratada sociedad.
Milosevic parece haber concluido que no necesita ya las
caretas a las que ha recurrido durante los últimos años. Si en 1989 utilizó a
Kosovo para iniciar su ofensiva de conquista de la hegemonía étnica en
Yugoslavia que llevó a la destrucción de aquel Estado federal, ahora utiliza la
guerra en la provincia de mayoría albanesa para imponer en la práctica un
permanente estado de sitio a la población serbia.
Los escasos periódicos independientes han sido clausurados.
La universidad, último bastión de cierta resistencia y pensamiento europeísta y
democrático, ha sido tomada por los comisarios de esa perfecta simbiosis de
fascismo, ultranacionalismo y paleocomunismo que Milosevic ha logrado anclar
firmemente en el poder.
Y finalmente, se ha sentido lo suficientemente fuerte como
para dar el golpe de gracia al único estamento del que aún podía temer algo que
es el Ejército. Desde hace una década viene armando a la milicia con armas
pesadas y haciendo de ella un Ejército propio al estilo de la guardia
republicana iraquí, en la que prima la lealtad a su persona. Ahora ha
decapitado al Ejército regular de los mandos que pudieran interpretar por sí
mismos los intereses nacionales y considerarlos no idénticos, o incluso
opuestos, a los intereses del gran líder.
En Washington han llegado recientemente a la gran conclusión
de que Milosevic es el problema en los Balcanes. ¡Bendita perspicacia la suya!
Pero la Administración norteamericana tiene hoy otros problemas que considera
mayores. Y los europeos no parecen ver otro remedio que adaptarse a convivir en
el continente con un régimen nazi.
Pero tener por inquilino a un criminal vocacional suele ser
peligroso, aunque se le tenga encerrado en el cuarto de los trastos. A la
mínima se escapa y suele causar muy graves disgustos.
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