Por HERMANN TERTSCH
El País Sábado,
17.05.97
TRIBUNA
Un fenómeno aún confuso ha asaltado a muchas democracias
pocos años antes del cambio del milenio y dos siglos después de que surgiera
este régimen del Estado de derecho y la pugna legítima del poder entre opciones
políticas. Gana rápidamente terreno en los dominios de la democracia plural y
liberal. Ante todo, en países antes maltratados por la historia y que venían
esforzándose en las últimas décadas en emular la sabiduría democrática del
Reino Unido, que puede resumirse en flema y escepticismo hacia las pasiones de
las ideologías combinados con respeto riguroso hacia las formas. Lo que ahora
sucede es fruto de un talante que ha cuajado en generaciones nuevas de gobernantes.
Son los adalides de la lucha contra el anquilosamiento y los vicios de las
democracias, los líderes del activismo volcado contra la burocracia, el
parlamentarismo vacío o corrupto y el legalismo tantas veces exasperante en
estos tiempos acelerados. No es extrema derecha, aunque algunos de sus
adversarios lo traten como tal y goce de las simpatías y apoyos de viejos y
nuevos fascistas. No piensa en abolir las elecciones. Sólo en impedir por
cualquier medio que las ganen otros. No piensa encarcelar a sus adversarios,
sólo en reducirlos a la irrelevancia social y política. No cree en la
omnipresencia de la policía y la censura. Confían en el apoyo militante, en el
estímulo de los bajos instintos y en el sentido común del intimidado, en el
instinto de autoprotección de sus adversarios.
Es algo así como la Acción directa, adoptada de
los manuales del activismo sesentaiochista y adaptada a la gobernación de
derechas a finales de milenio. Por el bien de la efectividad, la filosofía de
los atajos. Es el reino de la carga de convicción histórica que induce a
políticos modernos, con buena fe o sin ella, a ignorar cuestiones
procedimentales con intención de magnificar los efectos y minimizar los plazos
en los cambios que consideran necesarios y beneficiosos para la sociedad.
Sus adalides son líderes democráticos, jueces,
comunicadores, que quieren hacer lo más felices al mayor número posible de
ciudadanos. Quieren hacerlo cuanto antes y gozar del agradecimiento y el cariño
del pueblo, de la popularidad. Motivaciones tienen varias. Puede ser pura
ambición, una misión, la vocación o el simple narcisismo, el gozo de percibir
el eco de sus palabras y sus actos.
Sus fines se les antojan tan sublimes e incuestionables que
despojan de toda importancia al método. Sólo son merecedores de atención la
intención y los objetivos, excelsos. Y esto los lleva al desprecio por las
formas y de los muchas veces tediosos, farragosos y costosos procedimientos de
las democracias. Identifican sus obsesiones con los objetivos del Estado y se
consideran únicos depositarios de la razón del Estado.
Son muy vulnerables al elogio, al sincero, pero ante todo al
interesado de aquellos que, a su amparo, persiguen sus propios fines. También
se nutren de las mentiras y los silencios de quienes no se atreven a
susurrarles verdades que sus consejeros áulicos tacharían de traiciones.
El desprecio a las formas es un atajo, sin duda, pero no
hacia la consecución de fines defendibles, sino hacia la traición de los
deberes y hacia la depravación en la convivencia. Como la educación limita los
efectos de las bajas pasiones en la conducta del individuo, las formas
democráticas y el respeto a las instituciones ponen coto a la ambición, la
crueldad, la arbitrariedad y el rencor, pasiones que siempre acosan al gobernante
y al influyente. De la sabia represión de estas pasiones, del respeto a las
formas de gobernantes y oposición depende el respeto que las democracias deben
tenerse a sí mismas para sobrevivir.
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