Por HERMANN TERTSCH
El País Miércoles,
17.01.96
TRIBUNA: ANÁLISIS
Embargos y sanciones internacionales contra un Estado para
aislar a un régimen criminal son instrumentos que en ocasiones han dado los
resultados apetecidos, como demuestran el caso de Suráfrica ante todo y -en
mucho menor medida- el de Serbia y Montenegro. Pero cuando un embargo
internacional ha demostrado sobradamente que sus principales víctimas no son
sus destinatarios deseados, los gobernantes merecedores del oprobio
internacional, sino una población inerme, las sanciones y el bloqueo carecen de
sentido político. Inútiles, acaban siendo inmorales.
Sin objetivo alguno, sus consecuencias devengan devastadoras
para la población civil y especialmente para los más débiles, los más pobres y
los niños. Acaban constituyendo un intolerable castigo sobre seres indefensos
en un baldío intento de impulsarlos a acometer lo imposible, la rebelión contra
el régimen a castigar. Intentar presentar el embargo internacional contra Bagdad como un acicate para la insatisfacción popular y por tanto a la rebelión
popular en un Estado como el iraquí, es un sarcasmo. En ciertos estados de
postración -civil, social, individual física-, la debilidad hace imposible
hasta la ira y sólo genera resignación, apatía y muerte.
Cuando se cumplen cinco años del comienzo de la guerra del
Golfo, es hora ya de decir basta al embargo impuesto después de la contienda
contra Irak. Aquellos que, cuando militarmente podían con facilidad, no quisieron
acudir a Bagdad para acabar con el detestable régimen de Sadam Husein, no
deben seguir imponiendo a la comunidad internacional una política cuyos únicos
efectos reales se miden en muertes de lactantes y el daño irreversible para la
salud de generaciones enteras de iraquíes.
Nada que objetar a cualquier método, incluso el menos
ortodoxo, para acabar con un tirano de la catadura de Sadam Husein, que siempre
será una amenaza para la seguridad de sus vecinos. Pero Sadam es ante todo un
terrible castigo para la población iraquí. Bien hubiera merecido ésta, tanto o
más que la kuwaití, ser liberada de su siniestro líder por la Operación
Tormenta del Desierto.
Se le negó porque no convino al alto mando norteamericano.
Las tropas aliadas se retiraron sin entrar en Bagdad, como si en 1945, después
de liberar Polonia y Francia, las tropas soviéticas y norteamericanas se
hubieran parado en el Rin y el Odra, proclamado el fin de las hostilidades, y
permitido a Hitler seguir tratando a los alemanes a su antojo.
Mantener hoy por ello el embargo como supuesto instrumento
para inducir a un derrocamiento de Sadam Husein es una actitud tan falaz e
inmoral como inútil. Ábranse los puestos fronterizos de una vez por todas y
suminístrense a la población iraquí los alimentos y las medicinas que las
generaciones más jóvenes necesitan. La comunidad internacional no puede asumir
la responsabilidad de diezmar a la población joven iraquí, ni aun en el
supuesto de que el embargo estuviera realmente minando las estructuras del
régimen de Sadam Husein. Que el régimen del dictador podría utilizar ciertos
medios a su disposición para paliar la miseria actual de sus ciudadanos es tan
cierto como es necio o hipócrita esperar que realmente lo haga conociendo su
naturaleza. La ayuda a las poblaciones víctimas de la desgracia colectiva -no
otra cosa es aquel régimen para los iraquíes- siempre debe tener prioridad
sobre el castigo a los culpables de la misma. Ésa fue siempre la máxima de
la ostpolitik y de todo el proceso de Helsinki. Siempre, salvo en contadas
ocasiones de ofuscación anticomunista pararreligiosa, primó el interés de
paliar desdichas de las poblaciones frente a las tentaciones de castigar a los
regímenes comunistas.
Durante la vigencia de la ley marcial en Polonia, a partir
de diciembre de 1981, se multiplicaron los envíos de bienes desde Occidente
hacia aquel país. Nadie pidió un embargo total. Y nadie interpretó la ofensiva
humanitaria como una ayuda al general Jaruzelski. A la vista están los
resultados, ya en los libros de historia. Si alguien tiene mucha prisa por
acabar con Sadam Husein lo que no parece ser el caso debe declararle la guerra
al régimen de Bagdad, asumir los costes de la misma, enfrentarse a su ejército
y no cejar hasta su derrocamiento por las armas. Mantener esta interminable
agonía del embargo general es librar una cruenta guerra contra el torturado
pueblo iraquí, sus ancianos y sus niños.
Reconózcase de una vez y enmiéndese una medida tan inútil
como vergonzante. La lucha contra un criminal no puede llevar a la comunidad
internacional a condenar a la miseria, la enfermedad y el hambre a sus
principales víctimas.
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