Por HERMANN TERTSCH
El País Domingo,
25.01.98
TRIBUNA
Los problemas del presidente norteamericano Bill Clinton
comienzan a ser serios. Nada tienen ya que ver con el notorio malhumor de esa
máquina de regañar que debe ser su compañera Hillary. Ni siquiera se deben ya a
esa moralina con la que los protestantes del Nuevo Mundo parecen querer
recompensar a Dios por haberlos elegido para protegemos y hacemos felices mal
que nos siente a los demás. Es aquél un país en el que no se debe pecar mucho
si se tiene ambición en la vida pública y no se es un genio de la ocultación.
Cuando hay tanta gente que se entusiasma con las chispas de la silla eléctrica
y venera la inyección letal por un lado, y por otro llora toda excursión a un
motel con rubia, remunerada ésta o no, hay que tener mucho cuidado con la
propia reputación. Clinton parece haber sido algo negligente con la suya. Para
alguien que es o quiere ser presidente allí, es imperdonable. Feísimo. Pero eso
ha sido sólo, al parecer, su pecado inicial. Porque después, parece haber
pecado contra leyes superiores y muy posiblemente más razonables. Son las
reglas que en aquella gran democracia hacen imperdonable la mentira que se le
descubre a un dirigente político. Cuando la mentira, propia o inducida, se
produce ante un tribunal, aquella sociedad suele ser implacable. Richard Nixon
aprendió aquella amarga lección. Los paralelismos entre el republicano
arrogante y el demócrata tibio son evidentes. Los problemas de Clinton ya están
lejos de ser líos de faldas, aunque estén originados por lo que parece una
innegable tendencia al arrebato de galantería algo matona.
Siempre con ese tufillo que sugiere una afición poco
elegante al abuso de autoridad para satisfacer apetitos y cerrar posteriormente
los armarios repletos de cadáveres más o menos adúlteros. Tercos rumores
primero, indicios, sospechas después y, ¡ay!, cada vez más datos, sugieren que
el jefe máximo de la primera potencia mundial tiene un carácter un poco
pringoso, algo mentiroso y, a lo peor, débil. Eso preocupa más que sus
compulsiones de alcoba.
Las revelaciones hechas por el FBI con indicios serios de
que Clinton obligó a una ex amante a cometer perjurio para encubrir sus
relaciones, convierten el caso de Paula Jones, otra supuesta víctima de sus
apetencias, en una carga de profundidad para la presidencia. Ya no se puede
descartar que Clinton no acabe su segundo mandato. En todo caso, puede quedar
paralizado hasta el final. Ya no lucha con sugerencias sexuales, malentendidos
y plausibles intentos de alguna ex amiga de acceder a una notoriedad que tan
fácilmente se convierte en dinero en EE UU. El comercio de basuraza aquí en
España es una broma de ursulinas ante la permanente subasta de carroña de
aquella sociedad.
Da ya igual si se ha desvivido por las secretarias. Ni el
caso Whitewater, sin sexo pero con dinero negro, mentiras e incluso alguna
muerte extraña, ha tenido este potencial dinamitador. La acusación de perjurio
o su inducción parece tener más solidez. Parte de los norteamericanos
consideran que su presidente tiene relaciones conflictivas con la verdad. Y que
no ha dicho la verdad, al menos toda, al responder a las acusaciones sobre
hábitos sexuales algo desordenados, para un presidente en Washington. Si ya no
le cree el público ni su partido, y su equipo se cuestiona su lealtad, Clinton
aun puede tener que mudarse antes de lo previsto.
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