Por HERMANN TERTSCH
El País Viernes,
06.01.95
TRIBUNA: GUERRA EN EL CÁUCASO
Se cumplen ahora 15 años de la invasión soviética en
Afganistán. ¿Se acuerdan de los argumentos de quienes desde Moscú defendían
aquella aventura militar? ¿Y de sus corifeos en Occidente, que hablaban del
favor que el Kremlin hacía a Occidente con su esfuerzo de contención militar de
la amenaza islámica? Años más tarde -no quedaba ya casi nadie en toda la URSS
que osara defender aquella criminal e insensata operación imperial-, seguían
por estos lares algunos inasequibles al desaliento, insistiendo en la sabiduría
histórica o necesidad ineludible de aquella invasión. La URSS tenía que hacer
frente a los peligros que para su propia seguridad e integridad suponía el
islamismo militante en su frontera meridional. Asuntos internos allende las
propias fronteras. El resultado no fue muy aleccionador. Aquel desastre militar
sin paliativos reforzó los movimientos islámicos en la URSS, humilló y
corrompió a su ejército, desestabilizó amplias regiones de Asia y fue un factor
destacado en la implosión de la Unión Soviética.
Ahora, en Occidente, vuelven a multiplicarse las voces
comprensivas con la intervención del ejército ruso. El enemigo a batir es otra
vez un pueblo mayoritariamente islámico y estigmatizado además de mafioso. Por
si esto no fuera suficiente, habita una región en el Cáucaso sometida a Moscú
desde hace siglo y medio. ¿Qué más justificación sería necesaria?
La comprensión occidental parece total hacia la necesidad de
Moscú de reinstaurar su autoridad aplastando a sangre y fuego las demandas
políticas del Gobierno chechenó. Las protestas de varias capitales occidentales
de los últimos días, tímidas por lo general, tan sólo son una azorada reacción
ante las ilustradoras imágenes que, pese a los filtros censores, van
llegándonos de la matanza.
No vamos a entrar siquiera en la falaz distinción entre
asuntos externos e internos que de nuevo se intenta hacer. Más interno fue, en
todo caso, el asunto aquel del golpe de Estado en el que todos se apresuraron a
intervenir en favor de Yeltsin. Tampoco hay que regodearse por el hecho de que
los que ahora tiemblan por la integridad de las fronteras externas de Rusia -y
se supone que de todas las repúblicas emergentes de la difunta URSS- fueran los
más entusiastas defensores de ignorar las fronteras de los Estados que surgieron
de Yugoslavia, descalificándolas como meramente administrativas. ¿No querían
lord Owen y otros mediadores en los Balcanes reconocer, las realidades sobre el
terreno y aceptar las fronteras dibujadas con sangre? Ahora tienen una buena
ocasión de intentar convencer a Yeltsin de que el frente actual entre chechenos
y rusos es mejor frontera que la previa al conflicto entre Moscú y
Grozni. Y sin embargo, las realidades tan fácilmente aceptables por ese nuevo
pragmatismo occidental en boga son cada vez más incómodas. Hasta Washington
parece albergar ya dudas sobre la capacidad de Yeltsin de mantener siquiera un
titubeante rumbo hacia una sociedad abierta. Y cada vez son más los que
consideran que hace tiempo ya que el presidente ruso ha abandonado toda intención de proseguir por ese camino.
Tienen razón en cierto sentido aquellos que en Occidente
consideran que el bombardeo indiscriminado de la población civil chechena y el
sacrificio de los niños en filas en el ejército ruso son un asunto interno
de Moscú. Yeltsin y sus actuales aliados están demostrando con los chechenos,
pueblo que cuenta con escasas simpatías entre los rusos, lo que serían capaces
de hacer con cualquiera que se resista a sus planes en Rusia. Y sin embargo,
les ha salido rematadamente mal el cálculo. El presidente checheno Dudáiev no
tiene ilusiones sobre los principios de la comunidad internacional ni esperaba
protección alguna. El bosnio Izetbegovic se desarmó en gesto de buena voluntad
hacia la comunidad internacional. Así le ha ido a él y a su pueblo. Dudáiev,
que como buen checheno no tiene vocación de mártir, lleva tres años armándose.
Los resultados están a la vista. La catástrofe de la operación militar rusa en
Chechenia puede acabar teniendo efectos sobre la estabilidad rusa tan
catastróficos como los que la campaña afgana tuvo sobre el régimen soviético.
Si algo habíamos avanzado en la segunda mitad de este siglo,
al menos en la voluntad de una implantación universal de los derechos humanos, se debía a un amplio acuerdo en la comunidad internacional en considerar que
los crímenes de los Estados contra sus propios pueblos nunca podrían ser
considerados asuntos internos. Los derechos humanos eran violados, en muchos
sitios de forma sistemática, pero la mera voluntad de ocultación de estos
crímenes demostraba la vigencia y el reconocimiento general de estos
principios. Esto se ha acabado. Si en 1989 ningún régimen comunista europeo osó emular las matanzas del comunismo asiático de Pekín para sobrevivir, hoy los
herederos de aquellos aparatos consideran que su nueva ideología nacionalista,
sí merece imponerse por las armas. Matar niños en Chechenia es asunto interno.
Y Occidente no puede mesarse los cabellos. Pedir el respeto a códigos de conducta supuestamente controlados por la fantasmal Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) no deja de ser una ridícula pataleta.
Si todos los días desayunamos con fotografías de altos dignatarios de la ONU, la
OTAN y nuestros Gobiernos brindando con criminales responsables de decenas de
miles de muertes de civiles en Bosnia, ¿por qué un Yeltsin no va a declarar que
los derechos humanos sólo son aplicables a los humanos civilizados? Eso sí,
cuidado con dejar enteramente en sus manos la definición, no ya de los
códigos sino de la civilización misma. Porque hoy se la niega a los chechenos,
mañana a sus vecinos y quizás pronto a los que tanto le siguen apoyando desde
Occidente.
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