Por HERMANN TERTSCH
El País Martes,
17.01.95
TRIBUNA
Se cumple estos días el 500 aniversario de la liberación del
campo de exterminio de Auschwitz. Hace ya -o tan sólo- medio siglo, un mundo
que se creía curado de espanto después de cinco años de guerra generalizada
quedó paralizado por el horror de las imágenes captadas por las tropas
soviéticas. Allí, en las tierras pantanosas de la Silesia polaca, se había
consumado la demostración de que el ser humano es capaz del mal absoluto. No
había sido aquello un crimen más de los incontables habidos en la historia del
hombre. Era algo cualitativamente distinto. Lo entendieron los agotados
soldados soviéticos en aquel dantesco escenario como los intelectuales europeos
que no habían sucumbido ante el sueño redentor del totalitarismo nazi. Aquello
no tenía precedente. No lo fueron las campañas sangrientas de Gengis Kan o
Atila, ni las cruzadas en Tierra Santa, ni la Guerra de los Treinta Años, ni las matanzas de indios en las Américas. Ni siquiera las liquidaciones masivas de
Stalin. Algunas se cobrarían más víctimas que el nazismo. Pero en ninguna se
alcanzaron cotas tan altas de eficacia criminal. En ninguna fue como en el
holocausto la muerte en sí objetivo no ya prioritario, sino único de tamaño
esfuerzo humano. Con meticulosidad administrativa, efectividad industrial y
racionalidad económica. No hubo lucha, ni siquiera ya odio. Las víctimas habían
sido despojadas de los últimos vestigios de humanidad. No merecieron ni ese
mínimo respeto que denota la rabia del criminal en una muerte violenta.
Al cumplirse este medio siglo desde Auschwitz son muchos los
indicios de que la memoria de aquel horror se desvanece, y con ella nuestra
identificación con los pilares sobre los que se edificaron las sociedades
abiertas y libres después de la derrota del nazismo. Éstos son la defensa de la
democracia, las libertades y la pluralidad y la lucha contra el racismo y el
fascismo de todo tipo. No puede haber tolerancia hacia la intolerancia, ni
concesiones al desprecio del ser humano que es el racismo.
Las sociedades abiertas tienen cada vez mayores problemas
para defenderse de amenazas en esta nueva y vieja Europa. Es grande la
confusión provocada por los vertiginosos cambios políticos, la crisis de
valores y la proliferación de incertidumbres. En este marco, la debilidad y la
falta de decisión de la comunidad de Estados democráticos fomentan el
resurgimiento de movimientos ultranacionalistas, tribales y antidemocráticos
cuya bandera son el racismo y la intolerancia. Alimentan su desprecio hacia la
democracia y el individuo. Lo demuestran los Balcanes. Pactar con nuevas y
viejas formas del fascismo es darles crédito y fuerza e infligir un grave daño
a la coherencia y al respeto que la sociedad libre se debe a sí misma. Es
imposible combatir a los racistas en casa cuando se es complaciente y
comprensivo con ellos fuera.
Conscientes de los peligros de la amnesia histórica, la
Asamblea General de la ONU y la UNESCO han proclamado 1995 como Año de la
Tolerancia y el Consejo de Europa promueve una campaña contra el racismo y la
intolerancia. Ignorar o trivializar estos peligros es aumentarlos. La
ignorancia y el miedo son los generadores de racismo; como el miedo y la
mentira, las grandes bazas de los enemigos de la democracia. Tras años de
individualismo feroz parece que la juventud en España vuelve a mostrarse
dispuesta a la movilización solidaria. Sea muy bienvenida siempre que vaya
acompañada de la reflexión personal y política y no manipulable por demagogos.
Hacer frente a la intolerancia no sólo es condenar el genocidio. Ni indignarse
ante agresiones gratuitas contra los más débiles. Es resistir la tentación de
criminalizar al prójimo distinto o discrepante; de fomentar prejuicios y
utilizar la mentira como arma arrojadiza. Las democracias tienen que estar
alerta ante las asechanzas de sus enemigos. Pero además, los ciudadanos debemos
mantener la guardia alta para vencer a diario a ese pequeño fascista que todos
llevamos dentro. Porque el respeto al prójimo y la defensa del prójimo
humillado son la base de toda calidad democrática. Recordar a dónde llevó el
desprecio a los hombres - víctimas y verdugos- en Auschwitz nos puede ayudar a
respetar y respetarnos.
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