Por HERMANN TERTSCH
El País Miércoles,
30.08.95
TRIBUNA: DESAPARECE EL AUTOR DE 'LA HISTORIA INTERMINABLE'
Un literato alemán puede desfilar por los Campos Elíseos de
París en carro de combate y pedir tormentos de acero, convocar al diablo para
hacer eterna su potencia viril y total su conocimiento de lo que une en su
seno al universo, entonar los más bellos cánticos al cuello femenino más
esbelto de los salones en Marienbad o soñar con monstruos. Malos o buenos.
Michael Ende soñaba por vocación y describió con maestría e inmenso éxito
editorial sus sueños en páginas de cuentos fantásticos de misterios felices,
tiernos, en un mundo brumoso y extraño y sin embargo acogedor y amigo. Se veía
Ende en la larga tradición del cuento romántico alemán, de ETA Hoffmann,
Novalis o Jean Paul. Pero decía también que en su mundo de fantasía bondadosa
montaban guardia Cervantes y Borges, mezclando humor, sueño y los enigmas que el
hombre alcanza a intuir en su peregrinaje hacia las oscuridades de las que
procede.
Su éxito se produjo en años de introspección e intimismo
después de la intoxicación política de generaciones sesentaiochistas. Muerto
Dios, y descartado el mundo feliz del proletariado sobre la tierra, condenada
la nación por los crímenes cometidos en su nombre y desechado por árido el
racionalismo, se añoraba la ventana a la emoción, a la ternura y lo niño.
Es el triunfo de Momo y La historia interminable, dos libros de
época. El éxito nunca pareció sacarlo de un equilibrio relajado, de hombre de
poco pecado, expectante sin mayor ambición, de alemán suave, de barba, chimenea pantuflas y muy dibujante con el humo de su pipa.
Era un alemán nacido en muy mal momento, en 1929, con tiempo
para ser consciente durante el nacionalsocialismo. Poco después, Hitler ya
creía poder realizar todos sus planes y no ahorró esfuerzos en intentarlo.
Fracasó, pero Ende entró en la adolescencia con los bombardeos incrustados en
la memoria, su país convertido en un páramo de escombros y él atenazado por el
anhelo de humanidad y armonía. Ni su afición de juventud al teatro de Bertolt Brecht le dotó de la mínima agresividad y de ese patetismo tan común en escritores alemanes de posguerra. Envidiaba de las culturas mediterráneas su
falta de complejos ante el sentimiento.
No tenía mensaje, insistía, y era también de agradecer.
Demasiados de sus contemporáneos nos quisieron hacer felices a la fuerza. Él lo
sabía y le daban tanto miedo los redentores como caer en el insoportable
paternalismo de ciertos hombres de letras alemanes. "No creo ser más
inteligente o ilustrado que mis lectores". No hay mucho escribidor teutón
capaz de pronunciar esta frase. Y decía creer en Dios, en la matemática y en la
cábala, en una unidad, física y espiritual que todo lo abarca.
Su obra es ternurista, cierto, y simple, si eso es
algo en literatura. Pero fue un gran describidor de fantasías y contó
historias que evocan en el lector esos suaves encuentros con los sueños que,
como decía, son un viaje continuo entre la vida y la muerte.
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