Por HERMANN TERTSCH
El País Lunes,
18.05.98
TRIBUNA
A principios de la década de los ochenta, un anciano judío
de una pequeña y remota ciudad de Rusia que emigraba a Israel fue recibido en
Viena por el Jewish Welcome (la agencia judía que gestiona la migración de la
diáspora). El pobre anciano llegaba con sus pertenencias en una caja de cartón
y muy mal vestido, por lo que los miembros del JW lo llevaron a unos grandes
almacenes para comprarle unas mudas y algo de abrigo. Cuando entraron en el
templo del consumo, aquel viejo se quedó atónito. Una y otra vez miraba a su
alrededor con toda la oferta desplegada en aquellas inmensas superficies. Se
tapaba los ojos con la mano y volvía a mirar para comprobar que todo seguía
allí. Así estuvo 10 minutos. Después pidió a los jóvenes que le acompañaban que
lo sacaran de allí de inmediato. No pudieron comprar nada. Fuera, se sentó en
un banco y respiró aliviado. Le creyeron cansado y le ofrecieron descansar en
el hotel y volver después a los almacenes. Se negó a volver. Cuando le
preguntaron el porqué, les dijo: «Hijos míos, en un sitio donde tienes mil
opciones para una necesidad es imposible elegir la mejor. Siempre elegiríamos
mal. ¿Para qué elegir sabiendo que nos equivocamos? Es un sufrimiento
gratuito». El anciano viajó a Israel con lo puesto.
La vida del humano adulto en una sociedad medianamente libre
y desarrollada está repleta de elecciones. Nos pasamos la vida renunciando a
algo para optar por algo distinto, en las cuestiones más nimias como en las más
trascendentes. Todos los días optamos por una corbata, una camisa o unos
zapatos, y todos los días elegimos seguir con vida y no hacemos uso de otra
opción que es suicidarse. Salvo excepciones, estas elecciones las hacemos
inconscientemente, guiados por el hábito o por el instinto.
Entre las elecciones conscientes más importantes que se nos
imponen en la vida está la de la compañía. Por mucho que nos condicionen clase
social, entorno, raza, religión y tantos otros factores, al menos en gran
medida elegimos pareja y las amistades. Muchas veces resulta ser un sufrimiento
esta elección, como la del viejo judío. Y en muchas, tarde o temprano,
comprendemos que nos equivocamos. Igual que podemos hacer el ridículo eligiendo
ciertas corbatas, podemos marrar al elegir a cierta pareja o a ciertos amigos.
Los perjuicios resultantes son tan personales como la elección misma.
Si esto nos sucede en las relaciones afectivas en las que,
al menos supuestamente, no hay provecho propio que no sea común, y viceversa,
¿qué no pasará en las relaciones basadas explícitamente en el interés
económico, político o militar de cada parte, unidas tan sólo por circunstancias
pasajeras que sugieren un beneficio mutuo de la alianza? ¡Ay de las malas
compañías! Quien se asocia con un estafador acaba por necesidad estafado o
estafando. Es difícil creer que sea muy piadoso alguien que confraterniza
constantemente con forajidos. Como también es improbable que el Ejército de
Salvación admita en su seno a pistoleros e irredentos borrachos.
Ese muy legítimo interés de los padres en que sus hijos
tengan buenas compañías -entiéndanse por tales lo que se quiera- se basa en una
premisa cierta, y es que los niños y jóvenes, sin unos valores bien asentados,
son especialmente vulnerables a rodearse de individuos de dudosa catadura, y
que éstos a la larga influyen negativamente sobre aquéllos.
En la política pasa lo mismo. La escasez actual de valores
sólidos y los movimientos tectónicos habidos en la política europea en los
últimos tres lustros parecen haber hecho olvidar a muchos ese otro dicho de que
«más vale solo que mal acompañado». Sobre todo, cabe decir, si el mal
resultante no recae sólo sobre quien ha elegido la mala compañía, sino sobre el
conjunto de la sociedad. Uno puede pactar con el diablo por interés propio,
pero las aventuras faustianas se hacen a costa del alma de uno mismo y no de
las ajenas. Hay muchos indicios de que estamos ante una moda auspiciada por
ciertos líderes políticos de entablar alianzas con Belcebú para mantenerse o
acceder al poder. A todos les es común que lo que se juegan no es el alma
propia, ni siquiera el prestigio de sus partidos, si lo tienen, sino la salud
democrática de sus sociedades. Los partidos democráticos siempre están en
desventaja cuando tratan con partidos, líderes u organizaciones que no lo son
porque su decencia política les impide recurrir a los métodos que son
consustanciales a éstos. La historia está llena de ingenuidades de demócratas
que, creyendo hacer un favor a la sociedad con su «esfuerzo integrador» de los
antidemócratas, acaban sirviendo de trampolín y felpudo a las ideas que
supuestamente iban a neutralizar.
En Francia han sido los virreyes de la derecha los que han
acudido solícitos a la cama de Le Pen. En Alemania, la CDU, desarbolada e
histérica tras sus últimos desastres electorales, coquetea en el Este con los
reforzados neonazis de la DVU. Los socialdemócratas del land de Sachsen-Anhalt
parecen dispuestos a entrar en coalición con el PDS, los herederos de Honecker
que jamás se han distanciado como los otros poscomunistas en el este de Europa
de las tropelías del pasado. Los partidos democráticos parecen cada vez más
dispuestos a romper el consenso que excluía toda posible alianza con partidos
que no lo son. En España hay también ejemplos, aunque muy diferentes entre sí.
Por un lado, tenemos al PNV, cada vez más abiertamente determinado a dar
prioridad en su política de alianzas al carácter nacionalista frente al
democrático. Y, en algunos sectores del PSOE, el llamado efecto Borrell parece
haber puesto de moda una actitud que más que la unidad de la izquierda recuerda
a un frentepopulismo trasnochado, porque sólo así se puede interpretar
cualquier alianza con Izquierda Unida mientras la lidere un personaje como
Anguita, que no ha tenido jamás una palabra de pesar y distanciamiento ante los
crímenes cometidos por sus correligionarios en este siglo y sigue lamentando la
democratización del este de Europa.
Elegir es difícil, como decía el viejo judío de Viena. Pero
hay opciones equivocadas desde un principio. El principio de la responsabilidad
-como decía el filósofo Hans Jonas- debe impedir que un beneficio pasajero
propio provoque perjuicios graves a los demás y a las generaciones futuras.
Preservar el consenso democrático y evitar el acceso al poder de grupos o
individuos enemigos del sistema de libertades es una responsabilidad en este
sentido ineludible. Por eso es un deber saber elegir las compañías.
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