Por HERMANN TERTSCH
El País Miércoles,
25.03.98
TRIBUNA
Que los escritores y poetas suelen ser vanidosos, egoístas y
narcisos no es nuevo. Ya Sócrates se atrevió a decir que el poeta es un ser
sagrado. A Sócrates se le perdona el exceso. Pero también otros se han sentido
con razón genios elegidos para revelar belleza, bondad y verdad. En algunos se
intuye el don divino. Crearon con tanta convicción, talento, maestría y
esfuerzo, con tanta genialidad en suma, que legaron obras inolvidables a la
humanidad. Un mundo sin Cervantes, Shakespeare, Dante o Goethe, Milton o Yeats,
Blake o Calderón, sería más árido, poblado por unos seres humanos más pobres y
peores. Y sin embargo, la memoria de Sócrates y de los ejemplos aducidos es hoy
diariamente vapuleada por quienes se presentan como poetas, escritores,
periodistas-narradores y creadores en general, que copan el mundo cultural con
su omnipresencia, su osadía y una vanidad patética en los jóvenes, y no sólo en
ellos. En España tenemos una legión de escritores, adivinos y hasta
ventrílocuos, sin olvidar a modelos que "leen de vez en cuando", que
se creen el oráculo de Delfos. Se confieren la autoridad para dictar la
política cultural, institucional -y aeronáutica, si se tercia- y liquidar a
quienes no están en su círculo de amigos multimedia. Y, su principal seña de
identidad, son capaces de adular hasta la náusea a sus padrinos y compañeros de
cuerda.
Salvo honrosas excepciones -y destaco a Javier Marías-, se
consideran famosísimos pero infravalorados. Por mucho premio literario que
hayan negociado con las editoriales. Por mucho que los convoquen a
charlatanerías en televisión. Allí, desde premios Nobel hasta -salvando por
supuesto inmensas distancias en obra, talento y emolumentos- adolescentes
estancadillos a lo Daniel Múgica opinan sobre todo lo que no saben. Poetas y
escritores pasaban por ser gentes frágiles e inseguras, abrumadas por las
dudas. Pues aquí no. Lo saben todo.
El gran analista literario Peter Matt dijo hace días, al recibir
el Premio de la Antología de Francfort, que "los poetas se desprecian hoy
por no ser Rilke y mañana desprecian a Rilke" porque lo consideran
mediocre. Matt debe frecuentar poco España. Aquí todos se consideran mejor que
Rilke, hoy, mañana y pasado. Recuerdan esa imagen del poeta que se cree
Quevedo, Leopardi o Lorca, y se dedican a leer sus poemas al primer extraño que
se topan. E interpretan las muecas de la audiencia como gestos de
reconocimiento. En caso contrario se enfadan muchísimo y tratan de ignorantes a
críticos y lectores.
Hay éxitos literarios más que merecidos en España. Pocos.
Los demás, acariciados por la fortuna editorial, no hacen caso a Kipling cuando
recomienda que hay que tratar por igual a los dos impostores que son éxito y
fracaso. Es lógico. Sólo leen libros dedicados por amiguetes. Y Kipling, hombre
de pocos amigos, ya no firma. Hay que ver cómo se quieren los que se ven en el
éxito. Tanto, que saltan las barreras del ridículo con facilidad pasmosa. No
sólo los que no leen. También hay ratoncillos de biblioteca que demuestran que
no por mucho leer amanece más temprano. Hace unos meses, en un periódico de
Madrid, un jovencísimo triunfador de las letras de gran promoción se
entrevistaba a sí mismo en doble página. Se debía de sentir en el centro del
canon. Lo que probablemente no percibiera es que tiene muy pocos amigos en su
redacción. En el caso contrario le habrían advertido que demuestra una vanidad
de baba el entrevistarse a sí mismo. Pero también revela que su literatura es
lectura y no vida, es decir, confiesa este primerillo de la clase que el ligue
del que presume lo vio en el cine. Y otro autor ya mencionado dedicó hace poco
una columna en este diario a hacer una elegía de su nuevo libro -por cierto,
malo- en respuesta a una crítica negativa. Seguro que no sintió rubor al
escribir semejante columna. Si es inevitable que hoy las editoriales no las
dirijan editores como el admirado Mario Muchnik, sino vendedores de camisas
recicladas, al menos podían poner más atención a la calidad de las costuras.
Decía Goethe de los escritores autoentusiastas: "Lo que
ha escrito con coquetería, quiere ver que el mundo lo admira". Canetti, en
un homenaje a Hermann Broch en 1939, dijo que "el auténtico poeta (y
escritor) debe ser el perro de su tiempo. Correr por el terreno, pararse,
observar, buscar, de forma indiscriminada pero incansable, movido por la
obsesión (de encontrar). Esta obsesión, esa satisfacción interior e intensa
(ante el hallazgo), sólo interrumpida por el continuo esfuerzo de correr, le
distingue del ser humano común". Si Canetti viese la autosuficiencia de
los canes literarios de nuestra España no los calificaría de perros de caza
sino de pequineses.
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