Por HERMANN TERTSCH
El País Miércoles,
04.03.98
TRIBUNA
Muchos son al parecer los que, debido a la crisis de Irak,
los líos falderos de Clinton y las aventuras y desventuras de los soeces
voceros radiofónicos de nuestra autoridad eclesiástica nacional, se han
olvidado de un problema mucho más peligroso que se agrava por momentos. Y en el
que esos 1.500 muertos que el Pentágono calculaba iba a costar el ataque a
Sadam Husein pueden producirse en un solo día. ¿Se acuerda alguien de Kosovo,
de Albania y de Macedonia? Es de suponer que, dada nuestra agitada e intensa
vida política y mediática, no haya tiempo para ello. Es cierto que se trata de
un conflicto muy complejo. Y es por tanto mucho menos agradecido a la hora de
comentarlo que esas diatribas de las tertulias radiadas en las que un insulto
genérico a los crueles yanquis, un exabrupto contra Anson por haberse decidido
a contar una pequeña parte de la verdad o una insidia contra Felipe González
tanto alimentan la autoestima de algunos. Resulta que cada vez es más probable
que, de no producirse una rápida intervención internacional, por cierto harto
improbable, estamos en los prolegómenos de otra guerra en los Balcanes.
Comenzará, según todos los indicios, en el Kosovo y en el Sanchak de Novi
Pazar, es decir, en lo que actualmente, pero quizá no definitivamente, es
Serbia. Y si estalla, puede que la cifra de muertos habida en la guerra de
Croacia y Bosnia, unos 200.000, quede como balance de un conflicto menor. La
sangrienta tragedia habida entre 1991 y 1995 no fue una guerra estrictamente
balcánica, sino un conflicto entre conceptos políticos, de civilización y
cultural dirimido con las armas y no pocos métodos, estos sí básicamente
balcánicos.
Pero una guerra que comience en el Kosovo será una guerra
balcánica en el sentido más estricto del término. Y allí no se enfrentarán unas
comunidades religiosas o étnicas mejor o peor armadas, sino que acabarán por
ser ejércitos, bien armados todos, los que se encarguen de incendiar la región.
Será además una guerra a cuyo campo de batalla será prácticamente imposible
imponer límites territoriales.
La guerra es ya en todo caso mucho más probable que la paz
en aquella región. Muchos considerarán esta afirmación el típico producto de la
imaginación de agoreros profesionales. Como aquellos que en su día dijeron que
los países comunistas eran regímenes corruptos y totalitarios dirigidos por
canallas ineptos, después anunciaron que el socialismo real se hundiría como un
castillo de naipes y que finalmente tuvieron la osadía de pronosticar una
guerra en Yugoslavia tras la llegada al poder en Serbia de Slobodan Milosevic.
Sería por supuesto muy deseable que esta vez dichos agoreros
se equivocaran. Pero son muchos los indicios que avalan su tesis. El primero de
ellos, nada desdeñable, es el hecho de que casi todos los protagonistas
potenciales de esta guerra están ya prácticamente seguros de que se producirá.
Y se están preparando para la misma. Los carros de combate pesados del Ejército
serbio desplegados en Kosovo en los últimos días no son sólo los blindados de
la milicia y los tanques que desde hace años aguardan, bien engrasados, en el
cuartel de Pristina junto a la carretera que se dirige a las siempre
conflictivas minas de Trepca. Han llegado más carros del norte de Serbia. Y se
cruzan en la autopista con coches cargados de enseres domésticos de los
miembros de la minoría serbia en Kosovo que huyen de la provincia porque ya no
creen que toda la milicia, la policía y el Ejército de Serbia sean capaces de
garantizar su seguridad. ¡Qué lejos queda aquel 28 de junio de 1989, día de san
Vito, 600º aniversario de la derrota serbia ante el Ejército turco de Murad el
Conquistador! Entonces más de un millón de serbios, ebrios de nacionalismo y
odio al albanés, se reunieron en las explanadas del campo de los Mirlos para
celebrar a su nuevo líder, a su salvador, Slobodan Milosevic, como si se
tratara de una reencarnación del zar Lazar, muerto durante la batalla por la
artera traición de un albanés seis siglos antes. Entonces Milosevic dijo
aquella célebre frase de que nadie volvería jamás a tocar a un serbio de
Kosovo, tierras eternas serbias donde se hallan algunos de los monasterios más
antiguos y célebres de la Iglesia ortodoxa serbia. Desde entonces sin embargo
han sucedido muchas cosas. Mejor dicho, lo único que no ha cambiado es que
Milosevic sigue en el poder con un firme control sobre milicia y policía y
-quizá algo menos- sobre el Ejército.
En 1989 Milosevic prometía una Yugoslavia donde los serbios
serían amos y señores, y por eso abolió de inmediato la autonomía política de
que gozaba Kosovo, con un 90% de población albanesa. Esta pasó a vivir como los
negros surafricanos en los peores tiempos del apartheid. Destruida ya
Yugoslavia, Milosevic prometió la Gran Serbia que se extendería desde la
frontera griega -a veces decía que desde el mar Egeo- hasta los suburbios de
Zagreb. Pero los serbios han tenido muy dolorosas experiencias en esta gloriosa
senda que cada día se acerca más a la miseria. Los serbios de Kosovo vieron por
televisión las trágicas imágenes de los serbios de la Krajina que, después de
ser lanzados a la guerra por Milosevic contra Zagreb, fueron abandonados a su
suerte y arrollados por un Ejército croata cada vez más potente. Miles murieron
y centenares de miles viven miserablemente en Serbia despreciados por sus
hermanos. Han visto cómo las fuerzas serbias han tenido que abandonar Eslavonia
occidental por la fuerza y Eslavonia oriental por presión exterior. También han
visto cómo Macedonia, la Serbia del sur como solía decir Milosevic, se ha
independizado y vive en precario pero en paz, sin embargos y sin ser
considerados unos parias de la comunidad internacional. Y observan cómo
Montenegro ha votado a un presidente que defiende una democracia abierta a
Europa, el respeto a los derechos humanos y se ha enfrentado directamente, y
con éxito, al sátrapa de Belgrado. Nadie puede reprocharles a los serbios de
Kosovo que se vayan. El odio antialbanés que Milosevic provocó entre los
serbios en 1989 ha generado generaciones de albaneses con un odio antiserbio
feroz y cada vez menos dispuestos a resistencias pacíficas ingenuas. Los
albaneses han sufrido nueve años bajo la brutal política de Belgrado
obedeciendo disciplinadamente los llamamientos a la resistencia pacífica
gandhista del escritor Ibrahim Rugova, un intelectual moderado que durante
mucho tiempo albergó esperanzas de que Milosevic no podía desear una carnicería
en Kosovo. Pero Rugova se ha equivocado y ya lo reconoce hasta él. Aún hace pocos
años, la mayoría de los albaneses pedía sólo la reinstauración de su autonomía
en Serbia. Hoy piden sin excepción, incluido Rugova, el Estado independiente de
Kosovo que en su día podría unificarse con Albania.
Ahora sí son ciertas las noticias que en 1989 eran falsas
sobre ataques a la policía serbia e incendios de casas serbias. Entonces eran
sólo una intoxicación que sirviera de pretexto para acabar con la autonomía de
Kosovo, después con la de la provincia septentrional de la Voivodina, con su minoría
húngara, y después con el voto de Montenegro cautivo en la presidencia
rotatoria de Yugoslavia, bloquear el Estado federado multinacional hasta
destruirlo. Hoy ya la población serbia en Kosovo puede estar por debajo del 6%,
y si aumenta transitoriamente sólo será por la llegada de serbios uniformados.
Pero hoy tienen ya enfrente a grupos armados y organizados en el Ejército de
Liberación de Kosovo. Y las armas les llegan a éstos sin cesar, sobre todo de
los arsenales de la vecina Albania saqueados el pasado año.
Una guerra entre los albaneses kosovares y el Ejército
serbio concluiría pronto con una victoria serbia, la primera en muchos años.
Pero, en Macedonia, un 30% de la población es albanesa y no se quedaría con los
brazos cruzados. El Gobierno de Macedonia ve ya tan inminente el enfrentamiento
armado que ha pedido que se establezca un corredor vigilado por fuerzas
internacionales para los albaneses de Kosovo, a ser posible acercándose lo
menos posible a Macedonia. Pero las condiciones geográficas, con las llamadas
montañas malditas alzándose como un muro entre Albania del norte y Kosovo
harían inevitable que el corredor pasara por Macedonia occidental, habitada por
albaneses. A esto hay que añadir que gran parte de los macedonios comparten con
los serbios el odio antialbanés y podrían sentirse obligados a ayudar a los
vecinos eslavos contra los shiptar (albaneses). Y no olvidar que Albania vuelve
a vivir en estas semanas una crisis en la que franjas del país están
desligándose por la fuerza del poder emanado de las recientes elecciones, por
ejemplo en Shkoder, la vieja ciudad turca de Üsküb.
Si a esto añadimos que la torpísima política de la Unión
Europea ha creado entre los turcos un considerable ambiente antieuropeo, que
Ankara está convencida de que Europa tomaría partido por los serbios como hizo
al principio de la guerra en Bosnia y que en Turquía occidental viven millones
de turcos de origen albanés dispuestos a mostrar su solidaridad con una Albania
mayoritariamente islámica, no es muy difícil intuir las dimensiones del
problema que se está gestando. Todo esto sin contar con que una guerra en la
región alimentaría las tentaciones nunca abandonadas de Grecia de anexionarse
parte de Albania. Entonces los griegos tendrían con seguridad enfrente a sus supuestos
aliados y eternos enemigos que son los turcos. Y Macedonia, milagrosamente
estable, se desharía como un azucarillo en el veneno de las ambiciones que
sobre su territorio albergan, más o menos soterradamente, sus cuatro vecinos.
Es muy posible que todo lo descrito no suceda. Pero ya no es ni siquiera
improbable que sí. Y entonces, como dice Adem Demaci, un líder albanés ya
partidario de la guerra, que pasó 28 años en cárceles serbias: "Esto sí
que será una guerra seria".
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