Por HERMANN TERTSCH
El País Domingo,
22.06.97
TRIBUNA
El primer ministro francés, Lionel Jospin, ha anunciado que
combatirá con dureza la inmigración ilegal, pero respetará la tradición de
asilo de la República y tratará con consideración a quienes busquen refugio
dentro de las fronteras de Francia. Son palabras, sin duda, bienvenidas y que
desde hace tiempo no se escuchaban en el Parlamento de una democracia europea.
Habrá que esperar a ver si estas intenciones se convierten en hechos. Pero en
todo caso rompen con una tendencia que se fortalece desde hace años y que en
1996 ha tenido una masiva y dramática ratificación en todo el mundo. Hablamos
del creciente desprecio al derecho de asilo y refugio. Se trata de un fenómeno
que se ha impuesto de forma casi global y del que da fe el informe de Amnistía
Internacional para dicho año que ahora sale a la luz. Porque desde Alemania
hasta Zambia, pasando por España, Estados Unidos, Francia y una larguísima
lista, es un hecho que el desprecio al derecho de asilo por parte de las
autoridades de democracias y dictaduras alcanza niveles sin precedentes en el
último medio siglo. En realidad son ya pocos los Estados que respetan aún el
espíritu o incluso la letra de las convenciones internacionales firmadas y de
sus propias leyes que los comprometen a ayudar a aquellos que huyen de sus
lugares de origen por un peligro a su vida o a su libertad.
Cierto es que la situación migratoria internacional es muy
compleja. La proliferación de conflictos ha creado ingentes bolsas de
refugiados y desplazados cuya existencia amenaza a economías en general
débiles. También lo es que muchas sociedades desarrolladas muestran signos de
saturación -aunque estén basados casi siempre en una percepción errónea de la situación,
cuando no provocada de forma artificial e interesada-. Lo cierto es también que
en ningún caso puede pensarse en que la solución a la miseria del hemisferio
Sur pasa por la desestabilización de las sociedades del hemisferio Norte. Los
países y comunidades supranacionales tienen y deben tener una política de
inmigración reglada y controlada. Y, sin embargo, la mayoría de los Estados ha
demostrado en 1996 que, aprovechando los miedos de sus propios ciudadanos, la
insolidaridad que estos miedos producen y el silencio que de ella se deriva,
están violando la convención de refugiados que prohíbe la deportación de seres
humanos a países en los que exista un peligro objetivo para su vida y su
libertad.
Con una sobredosis de haloperidol español rumbo a África,
con escolta policial alemana hasta Bosnia-Herzegovina, con mediación de la ONU
hasta Ruanda o en compañía del Ejército turco hasta Irán, cada vez son más los
seres humanos que, tras haberse creído a salvo de sus perseguidores, acaban en
manos de éstos por culpa de quienes han asumido el deber de darles asilo y cada
vez son más los dispuestos a suscribir en las democracias occidentales aquella
terrible frase oída por nuestros lares de que "había un problema y éste se
ha resuelto". Aumenta, y no sólo entre los gobernantes, la falta de
compasión y de mera decencia humana que lleva a considerar que el problema
se resuelve no evitando el dolor, sino alejándolo aun a costa de que éste se
intensifique.
Y una cada vez más estrecha malla de medidas
administrativas y legales se encarga de impedir que aquellos que tendrían
realmente derecho al asilo no lleguen nunca a estar en situación de
solicitarlo. Las disposiciones para evitar el acceso a medios de transporte a
aquéllos sin documentos de acceso a los países de destino, la negativa de la
policía -ilegal en muchos países, pero frecuente- a tomar declaración y a
aceptar la solicitud de asilo en fronteras, puertos y aeropuertos antes de
expulsar por procedimiento de urgencia a los solicitantes, son una barrera cada
vez menos franqueable. No sólo se ahogan pobres desesperados en nuestras costas
meridionales, se ahogan muchos, nadie sabe cuántos, en los océanos después de
ser descubiertos como polizones en buques de carga y abandonados en alta mar
por capitanes que no quieren ver multada a su naviera en el puerto de destino a
causa de carga tan desagradable. Ante tal falta de humanidad es de agradecer
que los aviones no puedan abrirse en pleno vuelo.
Al margen de consideraciones humanitarias que parecen hacer
tan poca mella en algunos, los responsables políticos de los Estados que se
consideran de derecho deberían pensar que con estas medidas están violando sus
propias leyes y, por tanto, minando las garantías de su propia población. Y los
ciudadanos del mundo rico tentados a aceptar estas soluciones deberían ser
conscientes de que un Estado que desprecia así unas vidas puede pronto
despreciar otras más cercanas y más queridas.
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