Por HERMANN TERTSCH
El País Sábado,
11.01.97
TRIBUNA
Las personas y las comunidades humanas más afortunadas
suelen tener anclados en la memoria momentos especialmente dolorosos de los que
lograron extraer un máximo consuelo y fuerza suficiente para acometer su futuro
con mayor lucidez, mayor madurez y confianza. Desde hace más de 20 años, somos
muchos los que encajamos el revés de cada atentado terrorista con la renovada
esperanza de que sea finalmente el detonante del rearme moral imprescindible
para acabar con este fenómeno tan terrible como absurdo y para curar los muchos
y graves "daños colaterales" que la prolongada actividad terrorista
ha causado en España y especialmente en Euskadi. Dos rostros, cuyas fotografías publicaba
el jueves este periódico, simbolizan dramáticamente las dos partes que se
enfrentan en este conflicto. Uno, les representa a ellos, a quienes dicen estar
en "guerra", a quienes mataron el miércoles a un padre de familia y
acusan a los españoles de haberles obligado a matarle, a quienes tienen a dos
hombres secuestrados y dicen que la culpa es de todos nosotros por no dejarnos
secuestrar todos de forma voluntaria; es el rostro procaz del idiota moral que
se sabe protegido por las leyes de un enemigo que cree en el derecho y la
piedad; aparece en la página 15, sus ojos revelan la satisfacción por el fugaz
protagonismo que le otorgan los fotógrafos; sonriente, muestra las esposas en
ademán triunfante y victimista a un tiempo; posa ostensiblemente ante las
cámaras; es un tal Jaime Iribarren el encargado por la mesa de Herri Batasuna
de bendecir, esta vez por adelantado, el crimen del miércoles. La otra imagen,
en la página 13, muestra a la viuda del teniente coronel Jesús Cuesta Abril,
con la mirada en el suelo y el rostro sereno, que se ajusta la gabardina para
acudir al colegio de sus dos hijos para informarles que pocos minutos antes
alguien a quien no conocen ha destrozado sus vidas; aparece totalmente
desentendida de su entorno -incluso de la presencia del presidente de la
Comunidad de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón, que le sujeta el brazo-, sumida en
profunda introversión. Difícilmente puede ofrecérsenos una imagen que simbolice
con mayor dignidad los valores civilizatorios que defiende una sociedad libre
en su lucha contra la embrutecida banalidad de los asesinos de su marido.
Más allá de la imprescindible represión policial del crimen
y los criminales -de los que aprietan el gatillo como de los que señalan a la
víctima, eligen el momento o jalean la ocasión-, más allá de los acuerdos
políticos entre las fuerzas democráticas y los acuerdos de cooperación entre
Estados, el rearme de la sociedad abierta contra la barbarie exige el
compromiso individual, y para ello la reactivación de las conciencias. Más allá
de toda política, es un acto íntimo, en el diálogo interno de la persona, donde
se discierne sobre el bien y el mal. "El discurso que el alma tiene
consigo misma sobre las cosas que somete a su consideración", como
Sócrates define el pensamiento, es lo que distingue a la persona entera, capaz
de sentir y con criterio moral.
No se trata aquí de pedir la conversión o la reflexión de
aquellos que, sean cuales sean las causas, matan por costumbre, odio u
obcecación. Los asesinos y sus cómplices deben ser juzgados y pagar sus
crímenes en la cárcel; allí tendrán las condiciones apropiadas y el tiempo
necesario para plantearse ese diálogo interior. Los más afortunados pueden
llegar a emprender ese proceso de humanización que tiene una escala
imprescindible en el arrepentimiento y la consecución de la capacidad de sentir
y pensar en el susodicho sentido socrático. Casos de arrepentimiento sincero ha
habido muchos, se siguen produciendo y la sociedad y el Estado hacen bien en
fomentarlos.
A los que deberían conmocionar las caras antagónicas de la
viuda de Cuesta Abril y de Iribarren es a todos aquellos en la sociedad vasca
que, votantes de HB o dirigentes nacionalistas, aún equiparan violencias y
motivos políticos entre las dos partes o se ven tentados a alianzas coyunturales
con los criminales y sus cómplices. El problema moral puede reducirse al dilema
de elegir entre dos modelos de persona. ¿Prefiere que sus hijos se parezcan a
la sociedad, el de la viuda serena silente o el vocero de la muerte? ¿En cuál
de estas dos personas preferiría reconocerse? Se trata de elegir entre víctima
y verdugo y nadie puede dudar de cuál sería la elección en la sociedad vasca. A
los individuos y a las comunidades que quieran seguir respetándose -y en primer
lugar a quienes han asumido responsabilidades en defensa de las mismas, sean
políticos, fiscales, jueces o policías- les llega el momento en que han de
elegir y comprometerse, so pena de sufrir ellas mismas el daño moral y la
amputación de su propia sensibilidad e integridad como persona pensante y
sintiente.
Las personas que piensan y sienten en Euskadi han de
enfrentarse a quienes no son capaces de ello y quieren privarles a ellos de
criterio moral, convertirles en miembros de esa desgraciada banda de idiotas
morales que son Iribarren, Aoiz y su gente. El conflicto conlleva riesgos personales para cada uno, pero peores son los peligros que se derivan de la
pasividad y éstos además no excluyen aquéllos. Por eso, lejos de ser una
amenaza, en las actuales circunstancias el enfrentamiento civil en Euskadi -que
algunos dicen temer- no sólo es positivo sino imprescindible. En el Parlamento
y en las instituciones, pero también en la calle y en las familias, las
personas libres han de enfrentarse al idiota moral, a la subcultura del crimen
banal y del desprecio al derecho y a la piedad. La fuerza determinante no está
en el sentimiento democrático, en la lealtad al Pacto de Ajuria Enea u otros
principios políticos, está sobre todo en la capacidad de cada individuo de
mirar en su interior, valorar entre lo fundamental y lo accesorio y optar en
contra del mal banal, del dolor gratuito, esté éste en uno mismo o en el
entorno más inmediato. Porque aunque hace tiempo ya que el terrorismo de ETA y
su entorno de ponzoña intelectual no suponen un peligro para el Estado
democrático, sí lo son, y cada vez mayor, para la integridad moral y la
dignidad de la suma de individuos que componen la sociedad vasca.
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